LA
VENDA
«Vaya suerte la mía», pensó
Andrés mientras echaba el freno de mano. Había aparcado en el mismísimo portal
de casa. ¿Cuántas veces le había ocurrido antes, y menos a esas horas de la
tarde? Además ni le había pillado el embotellamiento de la rotonda ni la salida
del colegio ni el semáforo de siempre.
Subió hasta su piso y abrió la
puerta. «Ya llegueeé», voceó a la pared mientras ponía el maletín en el
taquillón y colgaba en el perchero el abrigo. Después fue al dormitorio, donde
le pareció oír unos ruidos.
En la mesilla vio dos copas
medio vacías junto a una botella de albariño. Sobre las sábanas revueltas
jadeaba Lola, en cueros, totalmente congestionada y con el rímel corrido.
Llevaba unos ligueros rojos que no reconoció y tenía las piernas abiertas en
uve. La observó en silencio, unos segundos, hasta que se agachó a desatar los
pantis que la sujetaban a las patas de la cama.
―Hoy no ―se
excusó, bajando la persiana y recostándose―, me duele la cabeza. No veas
qué día más malo he tenido.
Tardó una eternidad en
quedarse dormido. O eso le pareció a Tomás, a quien la espera se le hizo
larguísima, ahí desnudo dentro del armario, sin atreverse a salir hasta oír sus
ronquidos.