LA
ABUELA
Era
capaz de terminarse en una tarde un jersey de punto sin despegar los ojos del
televisor, privilegios de una costurera experimentada. Cambiar cremalleras,
zurcir desgarrones, bajar dobladillos cuando los hijos daban el estirón o coser
coderas y rodilleras era lo que más disfrutaba. Siempre afirmó sentirse feliz entre
hilos y remiendos. Y, pese a los años y la vista cansada, siguió tejiendo
patucos y bordando los nombres de los nietos en bodis y toallas.
Un
domingo, sentada en su mecedora con la aguja ya enhebrada, el dedal encajado y
un babero rosa en el regazo, se quedó paralizada, sin saber qué hacer,
mirándose embobada las manos. Un buen rato estuvo así, quieta, desorientada.
Cuando volvió de donde fuera que estaba, había olvidado el nombre de la niña.
Martina
se llamaba, igual que ella.
Entonces
sintió por primera vez que, como un ovillo de lana, su cerebro se iba desmadejando
cuesta abajo, rodando por una pendiente muy empinada.