viernes, 26 de diciembre de 2014

La ilusión del señor Floren

LA ILUSIÓN DEL SEÑOR FLOREN


Con la nariz pegada a una ventana de la sala y apoyado en su bastón, espera impaciente el señor Floren la llegada de Dori, su asistenta. Está muy ilusionado porque anoche no paró de nevar, ¡hoy es el gran día! Por fin distingue una figura que desciende del autobús y avanza con dificultad por la acera nevada en dirección a la casa. Como un chiquillo, se esconde detrás de la puerta antes de que la mujer la empuje para entrar.
—¡No me dé estos sustos, Floren! —protesta ella dando un respingo. Mientras cuelga en el perchero el chaquetón, le muestra una bolsita de papel—. Le he traído unos churros calentitos, voy a prepararle un café antes de ponerme con la aspiradora.
—Nada de eso, Dori —responde dirigiéndose a las escaleras—. ¿No ves que ha nevado? Deja la limpieza para mañana, que hoy tenemos otra misión. No lo habrás olvidado, ¿no?
«Oh, cielos, no me acordaba —se dice resignada la mujer—. Bufff, todos los años lo mismo, y no hay manera de hacerle cambiar de idea».
Y sin más demora, suben al desván. Dori tropieza con varios cachivaches antes de llegar hasta el muñeco. Como era de esperar, está cubierto de polvo, así que dedica un buen rato a pasarle el plumero. Después le anuda bien la bufanda, le sacude el sombrero y se lo coloca derecho. Entre los dos («o cada año pesa más o me estoy haciendo vieja. ¿Es que no se va a derretir nunca?») lo bajan al recibidor, se ponen los abrigos y los guantes, y arrastrándolo se acercan hasta el parque del barrio. Algunos peatones les señalan y cuchichean entre ellos; los niños se burlan sin ningún disimulo; un agente de policía se les queda mirando, «cada día se ven cosas más raras por la calle», le escucha una apurada Dori decir.
A una distancia prudente de los columpios, por si acaso, colocan el muñeco de nieve. El señor Floren le pone una pipa en la boca y se aleja unos pasos para contemplarlo; frunce un poco el entrecejo, algo no está en su sitio, pero enseguida detecta el qué y, sujetándose del brazo de la mujer, le dice:

—¡Qué despistados somos, Dori! Se nos ha olvidado parar en la frutería, no le vamos a dejar con esa zanahoria del año pasado, ¿verdad? Ayyy, qué cabeza…

Por si acaso

POR SI ACASO

Antes de cerrar la bolsa de la basura, te aseguras de no haberte olvidado nada. Deslizas los dedos sobre el mantel de cuadros grises y blancos del comedor sin encontrar las migas de sus insultos. Los azulejos de la cocina relucen después de frotar la humillación y enjuagar sus amenazas. Tampoco quedan señales de portazos en el pasillo, ni una lágrima en tu almohada. Abatida, contemplas los añicos en que se convirtió el marco con la fotografía de tu boda, y comprendes que tenías que haber limpiado toda esa porquería mucho antes de que él te abandonara.
Sales de casa arrastrando los pies por el camino de grava y depositas lentamente la bolsa dentro del contenedor. Con un suspiro que no es de alivio, porque sigue esa presión en tu pecho, regresas sobre tus pasos al zaguán.
Y dejas la puerta entreabierta. Por si decide volver.

Por si acaso.

A la vanguardia

A LA VANGUARDIA

A la una, a las dos… Tasio acariciaba nervioso la tecla de «inicio»—. ¡A las tres! —gritó pulsándola con decisión.
Sentado a la mesa, Luciano, su padre, removía con una cucharita el café y miraba desconcertado la cocina del apartamento del joven aspirante a chef: una impresora, cubetas, montones de tarros etiquetados con nombres irreconocibles…
—Esto parece un laboratorio —murmuró asustado, mirando un bol que burbujeaba nitrógeno—. ¿No estabas estudiando Cocina?
Mientras la máquina se calentaba y empezaba a hacer ruiditos, Tasio repasó mentalmente los ingredientes de su receta, por si hubiera olvidado algo: gelatina de mantequilla, huevos deconstruidos, azúcar crujiente y espuma de harina con reducción de anís, todo ello cocido al vapor de levadura. No, no faltaba nada. Con un embudo había volcado la mezcla en el cartucho de tinta y había introducido en la bandeja de papel un folio encerado.
—Padre, antes de volverse al pueblo quiero que pruebe mi última creación —dijo mientras la máquina expulsaba rítmicamente la copia en 3D—. El sobao Chez Lucien; lo he llamado así por usted. Es para la asignatura de «Brunch».
—Anda, anda… Siéntate conmigo a desayunar, que he traído de casa sobaos de los de verdad.





Enojo

ENOJO


Este se va a enterar de lo que vale un peine. ¿Acaso no se lo repetí hasta la saciedad? Que le dejaba quedarse a vivir en mis tierras, a él y a su compañera, y que podían disfrutar de ellas a su antojo: cazar venados en los bosques, pescar y bañarse en los arroyos de aguas cristalinas, brincar desnudos por las praderas, revolcarse entre las florecillas silvestres bajo la luz de las estrellas… «Todo lo que os apetezca», le dije, «menos zamparse los frutos de este manzano». ¿Que por qué de ese árbol en concreto? No sé. Me dio por ahí así, de repente, y ya está.

De andamios

DE ANDAMIOS


El mensaje era claro, conciso, breve y letal: no insistas, decía con un meneo despectivo de caderas, mientras se alejaba taconeando como una diva sobre los adoquines. Antes de doblar la esquina, ahuecó con desparpajo su melena pelirroja y desapareció de mi vista para siempre, dejándome con un calorcillo pegado a los pantalones que solo una morenaza de ceñidos vaqueros logró avivar una eternidad después; concretamente, medio saco de cemento y un muro de ladrillos más tarde.

Soliloquio

SOLILOQUIO

Sol·La·Si·Do. Cuánto añoro la melodía de tus gemidos, princesa.
Bajo las sábanas de aquella pensión, solíamos solazarnos los días que mi mujer tenía guardia. «Yo te alejaré de esta pocilga», te juraba, solemne, cruzando los dedos por detrás.
Anoche no te encontré en el solar; alguien me dijo que habías regresado a tu vida disoluta, a consolarte en otras camas. Salí con el ardor de un soldado y me adentré en aquellos tugurios de zombis desollados dispuesto a rescatarte.
Pero, insolidaria, tú ya habías elegido soltar amarras y resolviste quedarte en tu esquina, junto a tu farola. Cuando nuestras miradas se solaparon, escupiste en el suelo y me diste la espalda. Desolado, recogí de un charco mi orgullo y me fui a casa.
Hasta nunca, Sol.
Jamás me había sentido tan solo. Quién sabe; quizá mañana encuentre a otra solista que, aunque desafinando, entone de nuevo para mí el Sol·Fa··Re·Do.


lunes, 1 de diciembre de 2014

El marido de la carnicera

EL MARIDO DE LA CARNICERA

A Pascuala lo mismo le daba cubrir la mesa con un hule que con una sábana llena de cercos amarillos; total, para cenar con Nicolasa, su hija, tampoco hacía falta mucha ceremonia. Tras retirar las sobras del improvisado mantel, quedaron un racimo de uvas pochas y un vaso de gaseosa con una dentadura dentro.
Eztaba dudízimo el pavo refunfuñó chupando un huesecillo.
Era el Botas, madre. Padre dijo que, si ya no cazaba, mejor a la cazuela que al contenedor.
¡Te adanco la cabeza, zunodmal! chilló Pascuala, lanzándole el vaso. Tenía que habedte ahogado en el fdegadedo cuando nacizte, edez máz idiota que tu padde. Pod ciedto, ¿le tdoceazte bien con el hacha?
Sí.
 Bueno, ezcucha. Enzeguida zonadán laz campanadaz. Mientdaz yo me azomo pod la ventana y tido loz petaddoz, tú enchufaz la tditudadoda al mázimo y metez zuz cachitoz. ¿Eztá clado?
¿Qué haremos con el picadillo, madre?
Hambudguezaz. Y una badbacoa en el patio, con muuuchoz globoz. Azí invitaz al tontaina del cadtedo, a ved zi te cazaz de una vez y cuidaz de tu madde, una pobde anciana abandonada.
Nicolasa dio palmas de entusiasmo y abrió mucho la boca, dejando caer un hilillo de baba.


El encargo

EL ENCARGO


Pero ya nada sería igual para Chipi. Eso iba a descubrirlo enseguida, en cuanto la mamá de Gonzalo se perdiera con Carlota por donde las muñecas. Entonces este aprovecharía para sacarlo del bolsillo de su anorak y lo depositaría en la estantería de los videojuegos, susurrándole al oído «Locura Zombie Night, que no se te olvide». Nunca volvería a sentirse seguro entre los barrotes dorados de su jaula, dando vueltas y más vueltas en el columpio, desde que esa mañana al niño se le cayera su primer diente.