lunes, 26 de diciembre de 2022

Catalepsia

CATALEPSIA

—«Las siete y media es un juego vil, y un juego que no hay que jugarlo a ciegas, pues juegas cien veces, mil, y de las mil ves, febril, que o te pasas o no llegas» —se burlaba siempre que ganaba doña Elvira, recitando las estrofas de don Mendo.

Mientras llegaba la parentela y allegados, doña Elvira y su hija, con velos negros y rosarios enroscados en las manos, esperaban en el velatorio improvisado en el salón jugando a las cartas. Ni  el réquiem que se repetía en el disco rayado, ni el tufo a incienso, bálsamos y cirios, les distraían. Fueron los gritos de Laurita lo que les hizo dar un respingo.

Qué inoportuna la puñetera cría gruñó la abuela mientras se giraban hacia el ataúd.

Vieron entonces a la niña, que se había encaramado al féretro del abuelo y se entretenía arrancándole uno a uno los pelos de la nariz.

—¡Ha resucitado, mirad, está llorando!

Una lágrima involuntaria, eso era todo. Un acto reflejo causado por la depilación, le explicaron ambas, enviándola a la cocina. Antes de sellarle con cera derretida los labios, le taponaron con dos bolas de algodón la nariz y después regresaron a su partida.

Marilyn ha muerto

MARILYN HA MUERTO

En el pabellón de chaladas, las internas van cumpliendo años y se ofician funerales con cierta regularidad. La última en llegar ocupa la cama de la finada del día anterior, una que mugía porque decía que era una vaca.

Mientras va colocando sus bártulos en el armario informa a su compañera de habitación de que es Duquesa de Nevada, y que así la ha de llamar. A cambio, le permitirá usar su maquillaje. Y qué más quiere ella, que desde que la encerraron aquí, sesenta años atrás, está con la cara lavada, pues tiene prohibido aplicarse carmín, máscara de pestañas, rubor en las mejillas, nada de nada. No recuerda bien por qué, pero mientras la Duquesa le ahueca una peluca rubia que ha traído, porque está calva, y se pinta un lunar, a Norma Jean le empiezan a rodar unos lagrimones que le embadurnan de rímel toda la cara.

La máquina

LA MÁQUINA 

Una tarde al regresar a casa noté olor a quemado. La computadora, que acababa de ganar un importante torneo de ajedrez, echaba humo, así que corrí a llenar un cubo de agua y me acerqué a ella. Estaba agonizando sobre un charco de litio y cables. Limpié el vómito, puse una compresa húmeda sobre la pantalla, le di a cucharadas un caldo de algoritmos y la dejé un rato apagada. Pero después empezó con chantajes y amenazas, y no tardó en exigirme fines de semana libres, vacaciones y días de asuntos propios, porque «seré artificial», dijo, «pero de tonta, nada».

Jubilación

JUBILACIÓN

Cruzaban de acera al verlo acercarse por la calle y apuraban de un trago el vino para huir despavoridos cuando entraba en la cantina. Porque en aquella isla griega los vecinos sabían que, como saludaras a Teseo, rey expulsado de Atenas, se te hacía de noche escuchando sus batallitas: que si tengo dos padres, Poseidón, el dios del mar, y Egeo; que si me he cargado a no sé cuántos gigantes; que si he derrotado al Minotauro a puñetazos; que si ni el veneno pudo conmigo. Y que si patatín y patatán.

Y a Teseo, curtido en mil contiendas, al principio le dolía el rechazo y por lo bajinis les llamaba provincianos, gente con pocas miras, deslomados sobre sus viñedos hasta la última LUZ del día, recolectando, prensando y desollando uvas. Pero observando a esos campesinos que nunca saldrían de sus tierras terminó renegando, apesadumbrado, de ser una leyenda mítica.

Her

HER

Aunque no está en el «Top Ten» de mujeres más sexis siempre elige a Scarlett, que es la que más le pone. Proyecta su holograma sobre una pared de su microapartamento de nueve metros cuadrados y babea mientras ella se moja los labios con la lengua, deja caer sensualmente el tanga de seda, se arrodilla frente a él, se abre de piernas, se pellizca los pezones y le susurra vete a saber qué, porque es en inglés, y llegados a este punto hace ya rato que cerró los ojos y nunca consigue leer los subtítulos en japonés.

Tampoco es que le haga falta entender qué dice la diosa porque, antes de los cinco minutos que dura la descarga, él ya se ha vaciado y resopla y jadea, satisfecho. «Mañana más», piensa, sonriendo, mientras recupera el resuello. Después alisa la sábana, esponja la almohada, tira los clínex mojados por el inodoro, se lava las manos en el fregadero y justo entonces llega del trabajo Keiko, su novia, con la que nunca practica sexo. Por pereza, por cansancio, por asco también, por mutuo desinterés hacia el otro cuerpo.

Hábitat

HÁBITAT

Lo de la ballena mirándole con curiosidad no se lo contaría al conserje de su empresa cuando al regresar le preguntase, como de pasada y sin interés, mientras estudiaba en un catálogo las ofertas del supermercado de la esquina, que qué tal las vacaciones. Cortaría el relato del avistamiento de cetáceos un poco antes, en lo del salto que dio en el aire y el coletazo que pegó, calando enteros a todos los de la embarcación. No, quizá eso era enrollarse demasiado; mejor le diría que apenas vio el lomo de unos calderones, y de lejos, que lo mismo podrían haber sido bolsas de plástico flotando en el océano.

Para antes de enredarse en detalles y caer en alguna contradicción, ya se habría abierto la puerta del ascensor y él, resoplando y aflojándose la corbata, se apresuraría a atrincherarse en su tugurio de seis metros cuadrados con ventanuco a un patio interior, encendería el ordenador y se pondría, con regocijo, a abrir y contestar correos, devolver llamadas perdidas, rellenar pólizas, esa rutina tan relajante, dejando atrás treinta y un días metido en su apartamento, sobreviviendo gracias al aire acondicionado y los folletos de excursiones en las Islas Canarias.

El padrino

EL PADRINO

¡Porca miseria!, reniega don Luciano cada domingo por la tarde. Cada vez le cuesta más empezar los lunes, porque organizar los turnos de trabajo a sus secuaces, ¿quién dijo que fuera fácil? Que si rebana la oreja de un secuestrado; que si prende fuego al automóvil de un policía; que si manda una cabeza de caballo dentro de una caja a un juez; que si friega bien la sangre de los fajos de billetes… Y además, para que todos mueran de envidia, tiene que representar el PAPEL de machote, ordenar traer a las putas más guarras y correrse en sus bocas de muñeca hinchable, ¡qué asco!, con lo a gusto que está él yendo a misa con su familia, trinchando un pavo asado en su casa y durmiendo la siesta después de hacer el amor con su mujer, «mi tesoro», en la postura del misionero y con la luz apagada.

 

Autopsia

AUTOPSIA

A Hilda le parece preciosa la letra del doctor. Mientras pone una lavadora con las sábanas sucias, observa admirada su caligrafía: eses como cuellos de cisne, mayúsculas que se estiran altivas, vocales saltarinas que parecen estar vivas. Lleva escrita una hoja entera sin tachones ni enmendaduras.

Ha venido en cuanto ella le telefoneó. Está sentado frente el cadáver del esposo, anotando la causa de la muerte. El desgraciado tiene el rostro como un pergamino, los labios morados y la lengua negra bajo el bigote gris. Hay vómito húmedo en el pijama y está hasta arriba de caca líquida, se ve que ha vaciado enteras las tripas, piensa el doctor mientras apunta en su cuaderno que una soga ficticia le quebró el cuello y murió asfixiado por ahorcamiento.

También piensa, mientras redacta una nota de suicidio llena de faltas de ortografía, que esa mujerona lujuriosa se ha pasado con el matarratas.

Voces

VOCES

Interrumpen el sueño de Clara dos gorriones que trinan alborotados en el alféizar de la ventana. «Algo va mal», murmura, amodorrada. Sin fuerzas para despegar los párpados, y aunque quisiera no oír nada, le deslumbra a través de la persiana la claridad del día y le llegan las bocinas de los coches, un frenazo en el asfalto, el bullicio del tráfico ahí abajo.

Contra su voluntad, cuenta las ocho campanadas del reloj de la iglesia. Lentamente, va percibiendo también los sonidos de alrededor: el goteo de un grifo mal cerrado, el despertador del vecino, una pinza que cae al patio. Y, de pronto, las voces. Al principio son un murmullo lejano, pero van acercándose a ella hasta susurrarle al oído, recriminándola, «qué haces sobre tu vómito, qué asco das, eres una desgraciada».

Se sienta en la cama y hunde la cara en la almohada, «no puedo más, no quiero oíros, marchaos», pero las voces no callan. Como se hace tarde, se recompone como puede y se seca las lágrimas para no alarmar a Laura al despertarla, y mientras le prepara el Cola-Cao y un bollo para el recreo calcula mentalmente que con dos blísteres, la próxima vez, no podrán despertarla.

 

Atrezo

ATREZO

Cuesta entender que las calles de Avalon amanecieran cada día ocupadas por tenderetes que ofrecían manzanas al visitante. Y no porque estuviesen podridas, o con gusanos, o picoteadas por las aves, nada de eso, al contrario. «One apple a day keeps the doctor away», podía leerse en las cajas que contenían ese fruto de un olor penetrante, de un color rojo, amarillo y verde que hipnotizaba, de un sabor, dulce o ácido, que hacía la boca agua.

Lo sorprendente era que en sus barrios y plazas había cientos, miles de manzanos a rebosar de frutas en sus ramas. Entonces, ¿para qué ir al mercadillo a comprarlas, si podías cogerlas gratis del árbol? Aquella mañana, todo parecía indicar que nada había cambiado y no se veía ni un solo ciudadano por las callejuelas desiertas, ni ningún vendedor detrás de la mercancía. Porque Avalon es una isla mitológica que unas veces sí, otras no, aparece entre las brumas de los pantanos.