LA
ESTOCADA
Por fin parpadeas, Sabeliña.
¿Esto es una lágrima? No, no llores, tontina, pero sobre todo no trates de
hablar: con tanto tubo que te metieron por la boca y la nariz podrías
lastimarte. Y deja de dar manotazos al aire, ¿qué andas buscando, el timbre de la enfermera? Lo enrollé en el gotero;
hasta dentro de una hora no pasará el doctor. ¿Sabes que estás muy guapa con la
cabeza vendada? Solo recordarte hace un mes, tendida en la cocina con los sesos
desparramados por el suelo… ¡Qué sustos me das, malvada! Con lo dura de mollera
que eres, me pasmó la facilidad con que reventó el cráneo al estrellarse contra
las baldosas. Nunca quisiste entender que una mujer decente no puede ir por ahí
insinuándose; claro, así luego el panadero te metía un bollito de regalo en la
bolsa cada vez que ibas a comprar el pan, ¿o te crees que no me daba cuenta? Es
eso, piensas que soy tonto, ¿verdad? Pues entérate: en el cuartelillo los
guardias se tragaron mi patraña del ladrón. ¿Qué intentas ahora, infeliz? ¿Gritar?
Mira, ayer estuve afilando el cuchillo jamonero; corta bien, ¿eh? Mala pécora,
ya tuviste que estropearlo todo otra vez.