martes, 8 de octubre de 2013

Cazado

CAZADO

El pequeño antílope se agita convulsionado sobre la tierra polvorienta, es lanzado por los aires como un pelele y cae preso en las fauces de la leona, que lo sujeta con fuerza.
—Ramírez, ¿está usted sordo o qué? Deje de mirar a las musarañas y salga de una vez al encerado a resolver la ecuación.
En un intento de huida se marca un instintivo zigzag, pero no consigue ponerse a salvo junto al resto de la manada. Su verdugo le oprime el cuello y comienza a sentir que no le llega el oxígeno. En un estertor de muerte trata un escape a la desesperada.
—Señorita, es que me he torcido la muñeca saltando el potro en clase de gimnasia.
La mandíbula de la felina da un giro a su pescuezo y se oye un fuerte craaack que retumba en su cabeza y en toda la meseta del Serengueti. El cielo azul se oscurece y el sol deja de brillar para él, para siempre.
—Recoja sus bártulos y abandone el aula. Esta tarde tendré unas palabras con sus padres. Y no me mire con esa cara de cordero degollado, que todavía no me he comido a nadie, aunque nunca se sabe…



Cuentos a tutiplén

CUENTOS A TUTIPLÉN

Érase una vez un pirómano que incendió el banco que gestionaba, redujo a escoldos los ahorros de miles de clientes y se refugió de la lluvia de cenizas en su castillo de fuegos artificiales. Y colorín colorado, diecinueve horas entre rejas después, este cuento se ha acabado. Qué cortito, ¿no? Si quieren, les cuento el de un yerno  que…

Subasta

SUBASTA

—Érase una vez a la una…—. El banquero se remueve incómodo en su sillón.
—¡Érase una vez… a las dos!—.  Las uñas del político parecen astillas.
—Érase una vez…  ¡a las tres! Adjudicada al cuentista.

Por mucha maña que se dieran inventando historietas,  la frase de inicio jamás les pertenecería.

jueves, 3 de octubre de 2013

Sobredosis de arte

SOBREDOSIS DE ARTE

Después de dos horas pateando salas y más salas llenas de retratos, bodegones, paisajes, esculturas y tapices… descubrí una puerta con un letrero que ponía: «Solo personal autorizado». Esta es la mía, me dije, y en un despiste del guía la empujé con disimulo y me colé dentro. 
Derrengada, me dejé caer en el suelo del cuartucho. Cuando mis ojos se hicieron a la oscuridad, casi se me saltan las lágrimas de la emoción al ver tan bien ordenaditos en aquel hueco: una escoba, un recogedor, unos trapos amarillos con rayitas rojas y un plumero.


El restaurador

EL RESTAURADOR

El doctor Esteve medita en el asiento del vagón sobre las citas de los últimos meses: las salidas intempestivas del hospital, las disparatadas excusas al cirujano jefe…  Tiene que parar esta locura cuanto antes, no debe arriesgar así su reputación.
Se baja del metro en Atocha y se encamina a toda prisa al museo. Tras identificarse en la entrada se dirige a la sala de restauración. «¡¡¡«La maja desnuda» preñada otra vez!!!». Indiferente a los lamentos del personal abre el maletín y dispone sus bártulos. Sin temblarle el pulso practica una incisión horizontal en el abdomen y extrae un feto chorreante de pintura. «Lo que habría que evitar a toda costa», se dice muy serio, «es un cuarto aborto; la tela no resistirá tantas puntadas».
Un rato después en el lavabo se aclara las manos teñidas de bermellón y se ajusta al cuello una pajarita que saca del bolsillo. Mira el reloj, todavía llega a tiempo al cóctel de esta noche. Da un lingotazo a su petaca de ginebra y decide que es el último favor que le hace a su amigo el director del museo. Hoy a más tardar le sugerirá que cambie a «Los borrachos» a otra sala.