sábado, 22 de febrero de 2014

A la hora de la cena

A LA HORA DE LA CENA

—Muy rica la sopa. —Ernesto sujeta el plato con las dos manos y se lo lleva a la boca para darle unos lametones.
—Ernesto, ni se te ocurra hacer esas guarradas mañana en casa de tu hija, que la pones en ridículo delante del marido y no quiero tenerla otra vez.
—Uuuy, sí, el señorito que mea colonia. Ni que por tener una perfumería fuera más que nosotros, —Hace unas gárgaras con el tintorro antes de tragárselo—. Qué finos os habéis vuelto todos, de verdad. Pues si me ha gustado qué, leñe. Mira —le estira el plato como si fuera un trofeo— lo he dejado reluciente. ¿Qué hay de segundo?
—Muslo de pollo que sobró de ayer. Yo ya no tengo más hambre, me la has quitado. —Luisa recoge los dos platos y las cucharas y desaparece por el pasillo. Al rato se oye el clinc del microondas y vuelve a la sala con un plato humeante.
—No te cabrees, gordi, vengaaa… —mete la mano por debajo de la bata de franela mientras ella pone la comida en la mesa— que luego te digo un par de cositas en la cama, ya verás…
Ella le da un manotazo en la cabeza no muy fuerte y se sienta a su lado.
—A ver, tontina, no te me enfades —le dice con voz meliflua—. ¿Te ha pasado algo hoy? No me digas que se te ha vuelto a escapar el perro.
Ella apoya la mandíbula sobre la mano y suspira.
—Estoy un poco fatigada. Ya sabes que hoy ha caído la primera nevada y lo que eso significa.
—Ese viejo me tiene hasta los cojones. ¿Por qué no te buscas otra casa que limpiar?
—Paga muy bien, ya lo sabes. Y casi no ensucia. Y a mi edad no estoy yo ya como para andar deslomándome fregando suelos en casas llenas de niños.
—Bueno, y entonces ¿qué? ¿Lo mismo de todos los años, o qué? —interroga cruzándose de brazos.
—Pues sí. Hemos subido al desván y he tenido que apartar no sé cuántos cachivaches. Luego he pasado el plumero por encima al dichoso muñeco y nos hemos llegado al parque arrastrándolo. La gente nos miraba raro, un poco de apuro pasé. Y, o cada año pesa más, o me estoy haciendo vieja.
—Está un poco soso el pollo. Pásame la sal, anda  —ella le alarga el salero y él se queda mirándolo muy concentrado—. Pues mira, se me acaba de ocurrir una idea. Igual una noche de estas que no me vea nadie, cuando saque al Buddy, me acerco al parque ese con un paquete de sal y se la echo por encima al puto muñeco de nieve. A ver si se derrite de una vez.

sábado, 1 de febrero de 2014

Alimañas

ALIMAÑAS

Aunque cada día me esmeraba en cambiar las sábanas de hilo empapadas en sudor y limpiar sus llagas purulentas, nunca abría las ventanas. Así conseguía que las visitas que recibía sir Cedric fueran breves: ninguno de aquellos parientes lejanos soportaba el pestazo más de unos minutos. Cuando aparecían los sobrinos, enseguida les desenmascaraba y le susurraba al anciano: «unos buitres con corbata acechan tras la puerta, dos hienas con lazos de organdí merodean impacientes…», y sus alaridos les espantaban del todo. Si venía la enfermera a sacarle sangre, le aterrorizaba con vampiros y sanguijuelas. Vamos, lo que se me iba ocurriendo. Tan solo conmigo se sentía en paz. «¡Mi adorada Henriette, esposa mía!», deliraba mientras le enjugaba el sudor de la frente. Sir Cedric no se había casado nunca, pero no quise quitarle la ilusión.

Una noche, después de darle su tisana, le propuse hacer las maletas y alejarnos de aquella jauría. Sin mucho esfuerzo, le sonsaqué la combinación de la caja fuerte que, fisgoneando, había descubierto detrás del aparador. A la mañana siguiente, el viejo no respiraba. Recoloqué el cojín de damasco en la butaca de orejas y me senté a esperar sin prisa la llegada del doctor.