lunes, 30 de septiembre de 2013

Recaída

RECAÍDA

A grandes zancadas sobre las olas atravieso el arrecife de coral que bordea tu islote y nado hacia el horizonte. En los labios me llevo el sabor a leche agria de tus cocos y cicatrices en el cuerpo de mis resbalones sobre las rocas. En medio del océano las fuerzas me abandonan, me rindo a la corriente y la marea de la noche me arrastra de vuelta a tu playa.


martes, 24 de septiembre de 2013

Las gafas

LAS GAFAS

Me despertaron unos ruidos que procedían de la biblioteca y supuse que sería mi suegro, que solía encerrarse allí a fumar a escondidas. Descalzo para no hacer ruido, avancé de puntillas por el pasillo hasta encontrarme frente a la puerta entornada. Vi una luz por debajo y la empujé suavemente. Cuando entré tuve que pellizcarme un brazo, no me lo podía creer: en una butaca de orejas, a la altura de donde quedaría la cabeza de una persona sentada, distinguí unas gafas de sol con montura rosa suspendidas en el aire. Enseguida las reconocí: aquella mañana mi mujer había ido al mercadillo y, como siempre, había regresado con varias bolsas llenas de trastos inútiles.
Sin moverme del sitio, estuve observándolas un rato. Giraban de izquierda a derecha, frenéticas, a la misma velocidad con que las hojas del libro que tenían delante, también ingrávido, pasaban como azuzadas por una corriente de aire. Miré en derredor: las ventanas estaban cerradas. Una fila de libros iba turnándose de la estantería a la butaca y luego de vuelta a su balda. Me pareció que las gafas me miraban y me hacían un guiño. Como era tarde y se me cerraban los ojos, decidí volverme a la cama; ya seguiría investigando el asunto.
A lo largo de esa semana me mantuve al acecho, espiándolas. Cuando terminaron de leer todos los volúmenes de la enciclopedia, mi colección de tebeos y los libros de viajes, pasaron a las novelas de mi esposa y luego a los álbumes de fotos; parecía que no se contentaban con nada, todo les sabía a poco. Después siguieron su incursión por el botiquín del baño, leyendo atentamente las instrucciones de los medicamentos. También me las encontré en la cocina, estudiando los envases de los productos de alimentación y limpieza. Esto pareció aburrirlas un poco, ya que los siguientes días no se movieron de su estuche.
Hasta que el sábado por la noche las vi salir tan campantes de casa, con unas lucecitas a los lados. Me pareció algo extraño, pero las dejé marchar. Un poco de aire no las vendría mal. El domingo por la mañana estaban quietecitas en su estuche; eso sí, manchadas con unas gotas de kétchup y con el sello de una discoteca en los cristales.
—Esta es una casa decente —les solté, enfadado. Me salió así, sin pensar—. Aquí hay que cumplir unas normas.
Durante la siguiente semana estuvieron muy tranquilas, mirando revistas y echando un vistazo al periódico. Pero el sábado, al levantarme, me las encontré rotas y ojerosas junto a la taza del baño. Apestaban a alcohol. Y eso no lo soporto.
Me agaché a su lado y las sujeté mientras vomitaban. Después las limpié con un paño húmedo, les puse una cadena en las patillas y las guardé en el armario del garaje, anudadas a un gancho. Antes de cerrar la puerta vi que se les caían unos lagrimones. Me dieron algo de pena, pero me prometí que no las sacaría de allí por lo menos hasta el lunes.





Cóncavo, convexo

CÓNCAVO, CONVEXO

Ya en la cola de embarque cruzamos nuestra primera mirada. Lo recuerdo perfectamente. Todo. Los detalles de su vestimenta: la sudadera de capucha azul con el logo de una marca deportiva, los vaqueros de marca con bolsillos raídos, el negro flequillo que le cubría media cara…  su sonrisa de golfo…  Me pareció de esos hombres tan atractivos que nunca se han molestado en preguntarme ni la hora. Pero quizá por la proximidad de nuestros asientos,  P25 Y V26, estuvimos las diez horas de vuelo charlando, como si nos conociéramos de toda la vida. Antes de aterrizar, intercambiamos nuestros números de teléfono.
Eran mis primeras vacaciones desde hacía mucho tiempo. Con César, mi ex, había montado una empresa de restauración, seis años atrás, pero todo se fue al garete, la empresa y el matrimonio. Menos mal que no tuvimos hijos. Me asocié con Carol y con mucho esfuerzo conseguimos reflotarla. Y por fin me cogía dos semanitas de vacaciones, casi empujada por Carol, que insistía en que «estás muy desmejorada, tienes que relajarte y divertirte, reina». Y decidí seguir su consejo.
Cuando el avión aterrizó en aquella isla paradisiaca, recogí mis maletas y tomé un taxi. No había ni empezado a deshacer el equipaje en el hotel cuando sonó el timbre del móvil. Era él, Pablo, que me preguntaba si me apetecía salir a cenar. Resultó que se alojaba a dos avenidas de mi hotel.
Nerviosa, acepté su invitación. ¿Por qué no?
Las dos semanas que siguieron a esta primera cita las viví como un sueño. Desayunos en la cama, servidos en una bandeja con flores por el personal del hotel, (el suyo o el mío, todo nos parecía bien); piscolabis en la playita… Después del almuerzo, cócteles y por las noches, antes de dejarnos llevar por los deliciosos combinados de la terraza, llenábamos el estómago con las excelentes carnes a la parrilla que preparaban al lado de la piscina. Nunca antes me había sentido así, como una reina.
Engordé ocho quilos.
A la vuelta de las idílicas vacaciones estaba más llenita. Los vaqueros no me entraban, así que tiré de la ropa de antes de la ruptura, más ancha. Lo que perdí con la depresión después del divorcio lo había recuperado con el relax de las vacaciones. Mis amigas me decían: «estás fenomenal, hija, parecías un cadáver, un alma en pena, ahora vuelves a ser tú» y yo, la verdad, me veía estupenda. Mis pechos, el culo, y sobre todo, la cara, habían vuelto a tener vida, después de tan largo letargo.
Pero a Pablo no le pareció lo mismo.
Después de dos breves encuentros, en los que le vi muy frío y distante, dejó de contestar a mis llamadas y mensajes. Desesperada, provoqué un encuentro a la salida de su estudio de arquitectura.
—Nena— me dijo—, deberías hacer algo de ejercicio—, soltó el muy cabrón,  y me entregó, apático, la tarjeta de un gimnasio. Después se largó con la excusa de no sé qué reunión de última hora.
Nunca se me olvidará lo que me jodió su consejo. Pero lo seguí y me acerqué a un gimnasio a informarme.
Con el menú de actividades programadas en una mano y una copita de vino en la otra, contemplaba a través de los cristales del bar del gimnasio cómo las gruesas gotas de lluvia golpeaban sin compasión, igual que las lágrimas que a duras penas contenía se estrellaban contra mis retinas.
Entonces, una chica en chándal rosa fosforito que sorbía con una pajita una bebida isotónica a mi lado, se giró y me tendió un clínex.
—Hoy es el primer día del resto de tu vida. Es que vengo del yoga y es lo que nos han contado esta tarde. ¡Y me encanta este mensaje!
Y con una sonrisa transparente como el vidrio que sostenía, se terminó el refresco, recogió su mochila y salió del local
Me quedé pensando en su frase, dándole vueltas. Y tras apurar la copa y abrocharme el abrigo pagué la consumición y me dirigí a la entrada. Forcé una sonrisa frente a la puerta giratoria del gimnasio al salir.
Y me vi guapa.
Al pisar la calle me sumergí en el aguacero y, dejándome mojar por la persistente lluvia, dirigí mis pasos hacia ningún lugar, feliz,  saltando en los charcos como la niña rolliza que fui hace treinta años, sintiendo las gotas deslizándose por mi rostro, calándome, empapándome. 

Secretos de familia

SECRETOS DE FAMILIA


Lo poco que sabía del tío Aniceto era lo que mi madre me había contado las escasas ocasiones en que salía el tema de su familia, que habitualmente prefería esquivar. Decía de él que siempre había sido un hombre huraño y solitario. Vivía en la misma cabaña donde nacieron ambos, apartada de la aldea, y no se relacionaba con nadie. Por ese motivo seguramente nadie le echó en falta hasta el día en que su cadáver fue hallado por un excursionista, aplastado por el tractor que conducía, tres semanas después de ocurrir el accidente. Mi madre no mantenía contacto con su hermano desde hacía más de cincuenta años, pero al ser la única pariente viva que le quedaba, no tuvo más remedio que hacerse cargo del asunto.
Desde que salió del pueblo a  los quince años con mi abuela, tras el repentino abandono de su padre, no había vuelto por allí. Aniceto, de dieciocho años, no quiso marcharse, o eso decía ella, y se había quedado al cuidado de unas cabras y terrenos de donde obtenía lo necesario para subsistir sin necesidad de bajar a comprar al pueblo más que dos o tres veces al año.
Al entierro asistimos mi madre, mi mujer y yo, y como suele ocurrir en muchas zonas rurales, las cinco viejas que no desaprovechaban ninguna oportunidad para darse un garbeo por el cementerio, como para ir familiarizándose con la que sería su futura morada. Aquella tarde de noviembre había caído una gran nevada y me pareció temerario conducir de vuelta a casa en esas condiciones y sin cadenas. En el fondo, también me atraía la idea de pasar allí la noche. Pese al peligro que suponía ponerse en carretera, me costó mucho convencer a mi madre para quedarnos a dormir, pero al final cedió, pues no teníamos más opciones. Desde luego, no la iba a permitir quedarse en el coche como ella quería. «Mamá», le reprendí, «no digas bobadas. Encenderé la chimenea y mañana temprano pediré en el pueblo unas cadenas y volveremos a casa».
Mientras yo avivaba el fuego de la lumbre, mi mujer encendió el hornillo para preparar café. Agotada por la jornada, mi madre se tomó una de sus pastillas y se quedó profundamente dormida en el sofá. Había estado muy callada todo el día, cosa nada habitual en ella, pero claro, estábamos de funeral y no me pareció oportuno molestarla con preguntas. Sentado ante la mesa de la cocina me puse a enredar en los cajones. El tío Aniceto era un coleccionista de objetos curiosos: piedras de río a las que pintaba ojos, nariz y boca, figuritas humanas y animales hechas con palitos y estiércol… También había algunos insectos muertos, no sé ya si pertenecerían a la colección o habían caído allí por accidente. Alargué la mano hasta el fondo del cajón y encontré un papel arrugado y amarillento por el paso del tiempo. Lo desdoblé cuidadosamente para no romperlo y al instante reconocí la inconfundible letra de mi madre. En la parte de arriba figuraba una fecha: 18 de octubre de 1961.
Aniceto, tienes que saber que padre no se fugó, fue un desgraciado accidente, iba a pegar a madre todo borracho y le arreé en toda la cabeza con la sartén y se desangraba y dejó de respirar y se murió. Yo mismamente lo enterré debajo de la bañera donde beben las cabras y ahí se quedará. Nos vamos a donde tío Monchi en la capital que nos ofrece habitación y un plato caliente a cambio de servirle y tú te estás ahí calladito y vigilas que nadie fisgonee por ahí. No cuentes nada, adiós, ah, que dice madre que te cortes las uñas y te cambies la muda todos los domingos. Hala, adiós.
Doblé la hoja y me la guardé en el bolsillo de la pelliza. Mi mujer me sirvió una taza de café y me puso una manta sobre los hombros. «Julián», observó mirándome con curiosidad, «estás blanco como un muerto, ni que hubieses visto un fantasma. Anda, bebe un poco, con esto entrarás en calor».


lunes, 23 de septiembre de 2013

El administrador de fincas

EL ADMINISTRADOR DE FINCAS

Cada vez llevo peor estas reuniones, se me sube hasta la tensión. Pero en la oficina somos solo dos, mi socio, Guillermo, y yo. Y su cardiólogo le ha dejado muy claro que debe evitar cualquier situación estresante si no quiere sufrir otro infarto. Así que no me queda alternativa. Solo espero que lo de hoy termine cuanto antes, a ver si llego a tiempo de ver a mi hijo Rubén apagar las velas de su décimo cumpleaños.
—Bien, señores —pongo la voz grave y estiro la corbata, como para darme un brío que no tengo— son las ocho. Parece que estamos todos, así que podemos ir empezando. Aquí traigo el Libro de Actas, si les parece vamos a…
—¡Un momento, señor administrador, que no estamos todos! —. Ya me imaginaba yo que la primera intervención no tardaría en llegar. Esta es doña Mercedes, calculo que tendrá unos setenta. Siempre asiste a las reuniones como si fuera a una cita, repeinada de peluquería y con un tinte de uñas nacarado. Mucho arreglarse, pero no se le quita el olor a lejía. —Falta la del segundo derecha, que siempre falta, parece que todo le importa un comino. A saber si está al día en los pagos. Esa chica es muy rara: los fines de semana llega a las tantas, que la veo yo a través de las cortinas. A mí es que me gusta madrugar, para pensar en mis cosas y…—
Mal empieza el asunto.
—La del segundo derecha, doña Mercedes, —interrumpe el jefe de escalera—, me comunicó que no asistiría y que daba por bueno lo que decidiera la mayoría. Y sí, está al día en los pagos, puede usted quedarse tranquila. Y no hemos venido a hablar de si entra o sale, sino del cambio de jefe de escalera, que por cierto este año le toca a usted. Y de las posibles obras pendientes.
Doña Mercedes pilla un catálogo de un supermercado que hay en el suelo y se pone a leerlo muy concentrada, haciéndose la loca. Cualquier cosa antes que reconocer que ha metido la pata.
Este tío es nuevo en la comunidad, parece majo. Son solo diez propietarios, pero sé por experiencia que el jaleo está garantizado, sean diez o cien. Ahora es el del cuarto izquierda, un cincuentañero arrugado, calvo y con gafas de lupa,  el que toma la palabra para decir lo mismo de siempre, qué cansino.
—Sería muy conveniente y necesaria la instalación de un ascensor—siempre comienza las frases con un tonillo pedante para luego caer en su auténtica esencia. —Me fatiiigo mucho, aaay, —se lamenta golpeando con el bastón (bastón de Camino de Santiago, no de ciego) en el suelo— subiendo las escaleras y he oído que te lo puedes quitar de Hacienda. Mi esposa casi no se puede mover de casa, la pobre está muy trabada, esto es un horror y un sinvivir —baja la vista hacia sus zapatillas de cuadros rojos y negros y se frota los ojos, como retirando una lagrimita inexistente. No voy a entrarle al capote diciéndole que con su mujer coincido con las bicis todos los domingos en el parque. Aunque ganas me dan.
Me aflojo la corbata y el cuello de la camisa, me seco el sudor de la frente y repito la misma cantinela:
—Lo del ascensor, señor Pérez, ya quedó zanjado hace un año. No hay hueco en la escalera ni se puede ocupar la acera, es imposible. Bien, sigamos. Este año se ha cambiado el portero automático, se ha pagado a la limpiadora, la factura de luz de la escalera y la minuta de mi despacho. No ha habido más gastos. Como acordamos, he traído tres presupuestos para el arreglo del tejado y solucionar el tema de las humedades que afectan a los vecinos de los dos últimos pisos.
—¡Habría que arreglar la fachada y pintar el portal! —chilla el propietario de los dos terceros, que por cierto todavía no ha ingresado los tres últimos trimestres. —Parecemos los pobretones de la calle. Y el tejado no es lo único que provoca humedades, como si los que no vivimos en el quinto no sufriéramos lo nuestro. Aquí traigo unas fotos de cómo tengo el dormitorio por las filtraciones de las bajantes, miren, miren.
Varias vecinas se arremolinan en torno a las fotos y se las van pasando, fijándose más en los muebles y cortinas que en las humedades.
—¡Uy, Ramón, que papel pintado más bonito! Y esa cómoda me gusta muchísimo —exclama doña Mercedes manoseando las fotos. —La verdad es que la decoración de esa vivienda, por lo que atisbo a comprobar por encima del hombro de esta mujer, serviría muy bien de decorado para la serie de televisión «Cuéntame». Pero me callo.
—Sí, lo escogió mi hija pequeña, la Yasmina —dice, orgulloso—. Ya sabe usted que es peluquera y tiene muy buen gusto. Pero no es una cómoda, qué va. Es un mueble zapatero. Así queda muy bien ordenadito todo el calzado y luego lo encuentro enseguida, una maravilla.
Miro disimuladamente el reloj. Llevamos así una hora y esto no avanza. Interrumpo a doña Mercedes, la única que está sentada en una silla. Siempre se trae una silla de camping, de esas de tijera. Los demás estamos de pie en el portal. Menos el vecino del segundo izquierda, que parece más normal, el resto ha ido haciendo grupitos y conversan animadamente de diversos temas, por supuesto muy ajenos a la reunión: que si la de la tienda ya no fía, la muy bruja; que si la limpiadora no deja bien los cristales; que si a ver si se mueren de una puñetera vez todas las palomas del mundo, que me dejan perdido el tendal con sus cagadas…
Ante este callejón sin salida, recuerdo el consejo de Guillermo y saco la carta que siempre hay que tener escondida en la manga para estos casos, «no falla en estas comunidades de tercera, Luis, hazme caso», me había insistido.
Y ahí me lanzo, convencido pero con reservas.
—Bueno, sigamos con lo que nos ha traído hoy aquí. En la cuenta hay un saldo de 152 euros. El presupuesto más asequible para la obra del tejado es de quince mil euros más IVA. Sugiero una derrama de cien euros al mes por piso, y dentro de un año nos volvemos a reunir y se decide.
Doña Mercedes, como si tuviera un petardo metido en el culo, pliega la sillita e inicia un rápido ascenso a su piso, las varices parecen haberle dado una tregua. El propietario de los dos terceros sale disparado a la calle, mascullando «qué tarde se me ha hecho, Dios mío, tengo que comprar la cena». El del ascensor se lamenta de la poca solidaridad con su causa y escapa escaleras arriba arrastrando los pies y resoplando a cada escalón. El resto se escabulle como puede. Solo quedamos el nuevo del segundo izquierda y yo.
Me aprieta calurosamente la mano y me da un golpecito en la espalda. No hace falta decir más.
Miro la hora. Las diez. Quizá todavía llegue a tiempo de comer un trozo de tarta. 

Otro rollo

OTRO ROLLO

Ahí llega el 16, el que me deja justo al ladito del portal. Parece que viene abarrotado, pero yo tengo que pillar sitio como sea. Estoy tan fatigada…
—Señora, le he dicho ya tres veces que no se me cuele —me empuja a codazos un señor muy feo de bigotes que sujeta bajo el brazo una carpeta negra en la que pone «AZ»—, y usted dando saltitos ya se ha adelantado dos puestos en la cola. Qué se piensa, ¿que somos tontos o qué?—. Me hago la sorda, muchas veces funciona. —Llevo aquí media hora, ¿se entera de una vez? —me amenaza con el dedo, qué bochorno— así que estese quietecita.
Yo me abrocho y desabrocho un botón de la chaqueta hasta que pase la marea. Me da como seguridad. Lo hago mucho en misa, es que no sé a veces qué hacer con las manos.  —En mi época, la juventud era más respetuosa —ruto por lo bajinis, a ver si alguien sale en mi defensa. Pero no, nadie me apoya: ya no queda ninguna solidaridad con las ancianas.
—Buenos días, Dios de Dios —saludo educada. —Mucha gente tiene la mala costumbre de meter la tarjeta del bonobús en la maquinita y pasar de largo como si no existiera el conductor. Esta vez es él quien me ignora a mí, atontado como está hurgándose los dientes con un palillo de madera, así se lo trague; maleducados los hay en todas partes
PSSSS. Se cierra la puerta delantera y la de salida. Gracias a la ventaja que he ganado en la acera, consigo encontrar asiento y el autobús arranca, dando trompicones, como siempre. Delante de mí van dos chicas disfrazadas. Esta juventud parece que solo piensa en divertirse, no me suena que los carnavales caigan en octubre.
—Lo que oyes, tía —le dice la de la cresta verde a su amiga, a quien le acaba de estallar un enorme globo de chicle en toda la cara. Con lo mal que se quita el chicle—, que me encuentro al muy capullo en el baño del «Dis Paradis» morreándose con la zorra de la Jessi. ¿Pero tú te crees? ¿Cómo es capaz, el mamonazo ese, ahora que me había tatuado su nombre? —se baja el escote de la camiseta y le enseña a la otra las tetas. No alcanzo a ver el nombre del muchacho ni estirando el pescuezo.
Parece que van vestidas de brujas, ¿será jalogüin, esa fiesta de los americanos? La del chicle ha sacado un espejito y se está embadurnando los ojos con una barra de betún. Deja el bolso entreabierto y me da tiempo a echar una ojeada al interior: chatarra y más chatarra, no hay ni un solo objeto reconocible, salvo una cajita de algo, serán más chicles, qué vicio. Aunque no sé por qué pone «sabor manzana ácida, máximo confort, ¿Confort? Y un bote de espray, que lo mismo es para el pelo que para ensuciar los muros de las calles. Igual estas dos pertenecen a uno de esas bandas que van pintarrajeando la ciudad. Aprieto fuerte el bolso en el regazo, no sea que me den un tirón.
—No te chines, tía, tú míralo por el lado bueno. A ver —continúa la del bolso mientras su móvil no para de pitar— ¿No te has fijado que el Jonatan no te quita ojo? Pues aprovechas el tatu del hijo puta del Jon y lo estiras… hasta Jon…atan, ¡no me digas que no mola!
—Lo que más me jode es que la pedorra esa me levante al churri delante de mis narices. Y con las pintas que lleva, que el otro día le colgaban los flecos hasta del coño, parecía Pocahontas, pero en plan macarra —ahora suelta una carcajada y veo unos aros metálicos en su lengua, qué horror—.  Hala, a tomar por culo, ya se me ha pasado el mal rollo. Qué bien que somos coleguis y me das cuartelillo. Luego le mando un whassap al Jonatan, a ver si se baja esta tarde al botellón
—Claro, tía. Y al Jon que le den. Total, ¿cuánto tiempo habéis estado saliendo juntos? ¿Dos semanas? —Yo me pregunto intrigada, ¿cómo hará esta chica para llegar a estas profundas reflexiones, inflar globos de chicle uno dentro de otro y teclear en el móvil a tanta velocidad, todo al mismo tiempo?

—¡A la mierda el Jon! Venga, mueve, que es nuestra parada —. Se levantan y me fijo que una lleva unas mallas negras agujereadas y minifalda de plástico y la otra un chándal fosforito. Ahora me entran dudas: igual esta viene de una carrera popular y la primera de hacer la calle, y solo son dos vecinas que se han encontrado en el bus. Y yo pensando en el jalogüin ese, jaja, ¡pero qué boba soy!

¡Que nervios!

¡QUÉ NERVIOS!

Ha llegado el día del examen y estoy como un flan, me tiemblan hasta las pestañas. Es la cuarta vez que me presento a la prueba de «Acceso a la Universidad para mayores de 25 años» y tengo que aprobar como sea, no puedo perder otro año preparando este estúpido temario: yo lo que realmente quiero es estudiar Historia, mi pasión desde siempre. Y estoy hasta las narices de las matemáticas y el inglés.
—¡García Plómez, Palmira! —grita el funcionario de la puerta de acceso al aula.
Otra vez mal escrito el apellido. Me acerco vacilante al chico. Por mucha barbita y gafas de culo de botella que lleve, no es más que un niñato. No voy a permitir que me intimiden antes de empezar, he de mantenerme tranquila. Intento que mi voz suene firme.
—Es Palómez, no Plómez. Pe, a, ele… Mire el denei, se han confundido —le alargo el carné que está húmedo del rato que llevo manoseándolo.
Lo coge y durante unos instantes me hace un repaso con la mirada, un tanto displicente. Por fin me franquea el paso.
Tomo asiento en una de las filas de atrás, para controlar bien la perspectiva. Tengo experiencia suficiente como para saber que habrá dos personas paseando por la sala para vigilar que no copiemos y otras dos sentadas delante, haciendo como que leen o escriben, pero observándolo todo por el rabillo del ojo. La parte de atrás es la más segura.
—Tienen todos ustedes el cuadernillo con las preguntas de la prueba sobre sus mesas, bocabajo  —informa el presidente del tribunal con voz de pito—. Son diez preguntas y dispondrán de una hora para contestar. Después, haré sonar este timbre, así —presiona una campanita, tintintin— y dejarán de inmediato el bolígrafo sobre la mesa. ¿Alguna duda? Ah, y no olviden apagar sus móviles.
Miro alrededor. Se nota tenso el ambiente. Como tengo el olfato muy fino, me llega un olor acre, como de pánico, de alguno de los estudiantes. A mí me sudan las manos y detrás de las orejas, pero intento mantener la mente fría, que para eso me he tomado mis pastillas y tres tilas. Me revuelvo ligeramente la melena para ocultar bien las orejas y que no se vea el cable del trasmisor. Afuera en el aparcamiento tengo a mi hijo Luis dentro del coche con un portátil. Me dio un poco de vergüenza pedírselo, pero es que es muy bueno con el ordenador. Yo le leo las preguntas —muy bajito y casi sin mover los labios— y él busca las respuestas en internet. Lo hemos estado ensayando en casa. Por si esto fallara, también tengo un plan B.
Da comienzo la prueba. Leo rápidamente los temas. Me calmo. Dos de ellos me los sé, así que empiezo por ahí y cuando vea la ocasión leeré a Luis uno de los otros e iré alternando. Uno de los vigilantes me da un golpecito en la espalda. Pego un bote en la silla, asustada.
—Haga el favor de quitarse las gafas de sol, que aquí no le hacen falta —me susurra. Su voz es amable, pero autoritaria. Las gafas me dan confianza, me ocultan del mundo exterior y me facilitan la concentración, pero no me queda más remedio que obedecer.
Consigo establecer contacto con Luis y me sopla una pregunta entera. Cuando está terminando de redactarme la segunda, el trasmisor empieza a hacer ruiditos. En ese momento no hay nadie cerca, pero noto que los cuerpos de los que me rodean se giran hacia mí, curiosos. Qué faena, si ya casi lo tenía. Apago disimuladamente la radio y concluyo con algo de improvisación e imaginación la pregunta.
Respiro varias veces tomando aire por la nariz y expulsándolo por la boca, como me enseñó el monitor de yoga. Llevo cuatro preguntas bien contestadas, solo me falta una para el aprobado. Leo los planteamientos de las seis restantes. La de mates, descartada, por supuesto. Geografía, ni me la he mirado, ¡con todos los países nuevos que han inventando desde que yo estudié! Inglés, nada, yo era de francés y de eso hace mucho tiempo. Comentario de texto, mmm… Miro el reloj y solo faltan quince minutos, no me puedo arriesgar con esto. No es que se me dé mal, pero sé que soy un poco lentita.
«Grandes artistas del Renacimiento. Escoge uno y escribe sobre su obra». ¡Mira qué bien! Debajo de la falda, pegado al muslo derecho, llevo un resumen con la obra de Miguel Ángel. En el otro están los escritores del Siglo de Oro, que siempre me lío con ellos. Echo un vistazo, no hay moros en la costa. Me infundo de un valor que no sé de dónde sale y me remango la falda. Empiezo a copiar. Unas gotitas de sudor resbalan desde mi frente y caen sobre el folio, emborronando unas letras. No es grave. Termino la prueba y a los tres minutos suena el pitido, tintintin. Poso el boli y respiro aliviada. ¡Creo que lo he conseguido! Uno de los bedeles se pasea entre los pupitres y va recogiendo los cuadernillos. Me cuelgo el bolso del hombro y me lanzo hacia la puerta. El de la cara de niñato de antes me sujeta del brazo con suavidad, me mira con una sonrisa condescendiente y me arrastra despacito hacia una esquina.
—Parece mentira, señora Plómez, a su edad y copiando —no noté reproche en su voz, más bien complicidad—. Todos lo hemos hecho alguna vez. Si tanto interés tiene en estudiar una carrera, no seré yo quien se lo impida. Pero vaya con cuidado en adelante, que la policía no es tonta… —Me guiñó un ojo y me dejó seguir mi camino.
Afuera estaba esperándome Luis, algo cabreado conmigo por la encerrona, pero cuando le conté que todo había ido bien, me dio un beso y arrancó el coche.

—Mamá, eres la leche, me metes en unos berenjenales… Venga, vamos a tomar un vermú y unas rabas, invito yo. ¡Y que sea la última vez, te lo advierto!

El desatascador

EL DESATASCADOR

Me fastidió que mi mujer estuviera en casa a esas horas y no en el club, echando la partida de bridge con sus amigas. Me gusta llegar a casa y disfrutar del único momento de paz del día. Por las voces que venían del salón supe que había alguien más. Me acerqué sigiloso a espiar y en ese momento me delató el pitido del móvil.
—Julio, entra, haz el favor, no te quedes ahí como un moma —siempre se dirigía a mí con el mismo desdén. —Quiero presentarte a la nueva asistenta. Tiene muy buenas referencias y empezará mañana mismo. Salúdala, sé educado.
La mujer estaba sentada en una butaca de espaldas a la puerta bebiendo a sorbitos de una taza de café. Al principio no la reconocí, llevaba el cabello recogido en la nuca y un vestido de manga larga cerrado hasta el cuello. Se me heló la sangre cuando se giró y me dedicó una sonrisa. No podía ser. ¿Qué hacía Riana en mi casa?
—Buenas tardes, señor —puso una voz engolada y falsa. Más odiosa todavía me pareció su manera forzada de cruzar las manos sobre las rodillas, como una señoritinga y ese horrible broche con una mariposa dorada que llevaba en la solapa.
Riana no era su verdadero nombre, se lo puse yo para abreviar y porque lo había oído en la tele y me gustaba. Se llamaba Ricarda Natividad y la había conocido hacía un par de años. Trabajaba como empleada de hogar en la mansión de unos ricachones y cuando tenían alguna avería o atasco en la instalación de fontanería me avisaban a mí. La casa tenía varios baños y como era todo tan antiguo, requerían mis servicios con bastante frecuencia. A los señores ni los llegué a conocer, viajaban mucho al extranjero. El que me abría siempre la puerta de la finca era el jardinero, un hombre malhumorado y hostil. Así que solo trataba con Riana, que desde el primer día me enredó con sus encantos. Tenía un brillo picaruelo en la mirada y una risa tan contagiosa que me hacía sentir muy a gusto. Me acompañaba el tiempo que duraba la chapuza, me hacía reír con sus anécdotas picantes y cuando me incorporaba para recoger las herramientas me la encontraba con sus generosos pechos sacados por encima del sujetador. Sin duda era una hembra poderosa que a sus cuarenta y pico años —le calculé— derrochaba sensualidad por todas sus carnes. No como Mariluz, que con cada régimen que iniciaba cada vez estaba más esgalichada y no había por dónde agarrar.
—¿Seguro que la lavadora ya no perderá agua, Juliño?  —me cogió esas confianzas desde el primer día. Mientras decía esto, puso el programa de centrifugado y se remangó las faldas hasta la cintura. No llevaba bragas. —Vamos a comprobarlo. —Me agarró del mono y me lo quitó con mucha habilidad, muy profesional. Durante los diez minutos que duró el centrifugado, las suaves vibraciones de la máquina y mis empujones acompasados y rítmicos le provocaron varios orgasmos, que celebraba con aullidos de placer. Tengo que reconocer que yo quedé igual de satisfecho.
Ahora, en el salón de mi casa, mientras trataba de que el aire circulara desde la boca a mis pulmones, aquella mujer se había incorporado y me hacía una reverencia.
—Ricarda sabe cocinar y planchar, que es lo importante —proseguía mi mujer. Había estado diciendo más cosas que no pude escuchar, tenía los sentidos atascados—. Yo no puedo con todo, no me da la agenda de sí. —Mariluz no trabajaba ni teníamos hijos. Lo que a ella le gustaba era gastarse el dinero en salones de belleza y perder el tiempo en los gimnasios. Tenía docenas de chándal en los armarios. Yo transigía, me parecía la mejor manera de coincidir con ella lo justo. Además, desde que conocí a Riana, ya no la buscaba por debajo de las sábanas y eso parecía haberla aliviado, librándola de sus obligaciones conyugales. Y ahora la tenía aquí, en casa. ¡Ay, Dios mío, a que se va todo al garete, ya verás!
Durante las siguientes semanas, viví como en un sueño. Riana era muy imaginativa y hacíamos el amor cada día; en el comedor, el dormitorio, ¡hasta en la ducha! Siempre fui muy cuidadoso con los horarios, para que no nos descubriera mi mujer. Una tarde me surgió una obra en las afueras y regresé a casa más tarde, ilusionado con reencontrarme con la loba y ver qué me tenía preparado. Cuando se abrió la puerta del ascensor, me encontré en el rellano con el chico de la tienda de ultramarinos metiéndose la camisa por los pantalones. Le resbalaba la babilla por la boca y sonreía como atontolinado. Arrastró su caja vacía y sin saludarme siquiera se coló en el ascensor y mientras bajaba oí que iba silbando, tan contento. Giré la llave en la cerradura y me acerqué a la cocina. Riana estaba colocando los envases en las estanterías.
—Hola, Rianita, ya está aquí el señor de la casa —me acerqué por detrás y le susurré una cochinada con mi voz más meliflua.
—Oh, don Julio —era la primera vez que me llamaba así—, por favor, no se me arrime tanto. No quiero ni imaginar qué pensaría mi novio si le viera  a usted manoseándome…
—¿Tu novio? —la corté, entre enfadado y sorprendido.
—Pues sí, mi novio, ¿qué pasa? El Rafita, el de la tienda. Soy mujer de un solo hombre y ese chico me tiene loquita. No me mire así, ya sé que es solo un chiquillo, pero el amor no entiende de edades. Y si no mire a la marquesa de Alba con el pimpollo ese. Usted dedíquese a lo suyo y déjeme en paz.
Me fui a mi cuarto y me dejé caer en la cama, deprimido. El sueño había llegado a su fin. Se me vino entonces a la cabeza algo que había pasado por alto todo este tiempo: la cara de odio con que me miraba el jardinero del caserón donde conocí a Riana cada vez que me avisaban para desatascar una tubería.


La insoportable pesadez

LA INSOPORTABLE PESADEZ

Ya me habían avisado, pero todavía me cuesta creer que en las pocas semanas que han pasado desde que dejé de fumar haya engordado siete kilos, ¡qué barbaridad! No entro en los pantalones y se me ha puesto el cuerpo como un botijo… Y no, no me da la gana, me niego. Así que hace doce días he empezado un régimen: lechuguita, caldos desgrasados, pescado sin sal, nada de alcohol… Todavía no he adelgazado ni un gramo, pero he leído en todas las revistas que hay que ser perseverante y que los resultados terminan viéndose a medio plazo. Lo que tengo que evitar a toda costa son los pinchos del desayuno, los aperitivos de los domingos, las reuniones alrededor de unos vinos… Total, que me he convertido en una asceta y ya no tengo vida social. Todo sea por recuperar mi línea antes del verano, sniff.
—¡Mamaaaá, que te pongas! Es tía Menchu. –Le dirijo a Carlota una mirada de desaprobación cuando me alarga el teléfono, pero no la ve; ha desaparecido por la puerta de la cocina con los cascos puestos y cantando algo en inglés. Esta hija mía parece tonta, de verdad. ¿Qué no habrá entendido cuando le pedí que dijera «no estoy en casa y no sé cuándo volveré»? Los adolescentes de hoy en día es que no escuchan.
—No me sirven tus excusas, Piluchi, y no me hagas enfadar —siempre me ha resultado difícil desarmar a mi hermana—. Ya hace dos semanas que te escaqueas de la partida y no me convencen ni un pimiento tus razones. Si no vienes hoy te prometo que mañana voy a tu casa y no despego el dedo del timbre hasta que salgas. Y cuando se funda aporrearé la puerta hasta que abras. Por cierto, te recuerdo que mañana es el cumple de Rita. Hemos puesto un fondo para el regalo y he adelantado tu parte, ya me pagarás. Iremos a cenar al «Wolly» y luego a tomar unas copichuelas y echar unos bailes, jeje…  ¡Ya verás qué diver!
—Está bien, está bien —cedo. Lo cierto es que no tengo más opciones. Desde pequeña, Menchu siempre se las ha arreglado para salirse con la suya, menuda es mi hermanita.
El sábado me presento en ese restaurante tan de moda. Ya están todas en la barra y alguien me pone un vaso de vino blanco en la mano. Me he prometido controlarme y le doy unos sorbitos. Al poco, el camarero vuelve a rellenar mi copa, doy otro traguito y me empiezo a relajar. ¡Hacía tanto que no  bebía y está tan rico!
Después de unas rondas y unos entrantes riquísimos, gentileza de la casa, ya me siento integrada. La verdad es que echaba mucho de menos estar con mis amigas. Además los canapés son de setas, espárragos y langostinos; esto no engorda fijo, es verdura y marisco, muy ligero todo. Lo dicen los expertos.
El camarero nos conduce hacia el comedor. Vamos haciendo chistes entre nosotras y riendo, los vinitos están haciendo su efecto. Tomo asiento y ya noto la presión del vaquero en mi cintura, qué horror. Hoy me puse el único pantalón que me entraba y noto que el botón está a punto de saltar y mis lorzas de desparramarse, ¡y aún no hemos pedido la cena! Entonces es cuando decido que esta noche nada me va amargar la fiesta, así que me suelto el botón y me bajo la cremallera. ¡A comer y a beber se ha dicho, que un día es un día!
Desfilan por la mesa las croquetas de queso, los buñuelos de bacalao, las albóndigas de cachón en su tinta, todo delicioso. Después llegan las ensaladas con beicon, queso fundido y trocitos de pan tostado, para chuparse los dedos. De segundo, un plato para cada una. Y todavía me queda sitio para el postre, café, chupitos…

Me temo que ni bailando tres horas en esta pista me bajará la cena. Eso sí, me lo estoy pasando como nunca. ¡A tomar por saco el régimen, por lo menos hasta el lunes!

viernes, 6 de septiembre de 2013

El medallón

EL MEDALLÓN

Es de noche cuando Birgit regresa a la aldea nevada donde aguarda impaciente su madre, enferma de luto. En el tanatorio de la ciudad ha identificado el cadáver incorrupto, ha reconocido el rostro que llena las paredes y estantes de su casa convertida en santuario hace más de cincuenta años.
De pequeña, disfrutaba haciéndose la dormida cuando su padre venía a darle un beso antes de salir de caza. De aquel último le quedó un sabor salado, como cuando su madre la sacudía con el atizador.
Roald nunca se ausentaba más de uno o dos días. La búsqueda por las montañas resultó inútil. Nunca encontraron su trineo, ni su cuerpo.
Un repentino movimiento del glaciar le trajo de vuelta. Tal y como le recordaba. Ahora arrastra los pies sobre la nieve del camino a casa, se detiene al borde del risco y se asoma al vacío. Se gira para contemplar la silueta de la octogenaria en la ventana iluminada. Duda. Afloja el puño. Abre de nuevo el colgante. Dentro, la imagen de una desconocida con un niño. Y su padre. Abrazándoles.

Lo mete en el bolsillo del gabán y con una mirada de hielo enfila sus pasos hacia la cabaña.