martes, 24 de septiembre de 2013

Cóncavo, convexo

CÓNCAVO, CONVEXO

Ya en la cola de embarque cruzamos nuestra primera mirada. Lo recuerdo perfectamente. Todo. Los detalles de su vestimenta: la sudadera de capucha azul con el logo de una marca deportiva, los vaqueros de marca con bolsillos raídos, el negro flequillo que le cubría media cara…  su sonrisa de golfo…  Me pareció de esos hombres tan atractivos que nunca se han molestado en preguntarme ni la hora. Pero quizá por la proximidad de nuestros asientos,  P25 Y V26, estuvimos las diez horas de vuelo charlando, como si nos conociéramos de toda la vida. Antes de aterrizar, intercambiamos nuestros números de teléfono.
Eran mis primeras vacaciones desde hacía mucho tiempo. Con César, mi ex, había montado una empresa de restauración, seis años atrás, pero todo se fue al garete, la empresa y el matrimonio. Menos mal que no tuvimos hijos. Me asocié con Carol y con mucho esfuerzo conseguimos reflotarla. Y por fin me cogía dos semanitas de vacaciones, casi empujada por Carol, que insistía en que «estás muy desmejorada, tienes que relajarte y divertirte, reina». Y decidí seguir su consejo.
Cuando el avión aterrizó en aquella isla paradisiaca, recogí mis maletas y tomé un taxi. No había ni empezado a deshacer el equipaje en el hotel cuando sonó el timbre del móvil. Era él, Pablo, que me preguntaba si me apetecía salir a cenar. Resultó que se alojaba a dos avenidas de mi hotel.
Nerviosa, acepté su invitación. ¿Por qué no?
Las dos semanas que siguieron a esta primera cita las viví como un sueño. Desayunos en la cama, servidos en una bandeja con flores por el personal del hotel, (el suyo o el mío, todo nos parecía bien); piscolabis en la playita… Después del almuerzo, cócteles y por las noches, antes de dejarnos llevar por los deliciosos combinados de la terraza, llenábamos el estómago con las excelentes carnes a la parrilla que preparaban al lado de la piscina. Nunca antes me había sentido así, como una reina.
Engordé ocho quilos.
A la vuelta de las idílicas vacaciones estaba más llenita. Los vaqueros no me entraban, así que tiré de la ropa de antes de la ruptura, más ancha. Lo que perdí con la depresión después del divorcio lo había recuperado con el relax de las vacaciones. Mis amigas me decían: «estás fenomenal, hija, parecías un cadáver, un alma en pena, ahora vuelves a ser tú» y yo, la verdad, me veía estupenda. Mis pechos, el culo, y sobre todo, la cara, habían vuelto a tener vida, después de tan largo letargo.
Pero a Pablo no le pareció lo mismo.
Después de dos breves encuentros, en los que le vi muy frío y distante, dejó de contestar a mis llamadas y mensajes. Desesperada, provoqué un encuentro a la salida de su estudio de arquitectura.
—Nena— me dijo—, deberías hacer algo de ejercicio—, soltó el muy cabrón,  y me entregó, apático, la tarjeta de un gimnasio. Después se largó con la excusa de no sé qué reunión de última hora.
Nunca se me olvidará lo que me jodió su consejo. Pero lo seguí y me acerqué a un gimnasio a informarme.
Con el menú de actividades programadas en una mano y una copita de vino en la otra, contemplaba a través de los cristales del bar del gimnasio cómo las gruesas gotas de lluvia golpeaban sin compasión, igual que las lágrimas que a duras penas contenía se estrellaban contra mis retinas.
Entonces, una chica en chándal rosa fosforito que sorbía con una pajita una bebida isotónica a mi lado, se giró y me tendió un clínex.
—Hoy es el primer día del resto de tu vida. Es que vengo del yoga y es lo que nos han contado esta tarde. ¡Y me encanta este mensaje!
Y con una sonrisa transparente como el vidrio que sostenía, se terminó el refresco, recogió su mochila y salió del local
Me quedé pensando en su frase, dándole vueltas. Y tras apurar la copa y abrocharme el abrigo pagué la consumición y me dirigí a la entrada. Forcé una sonrisa frente a la puerta giratoria del gimnasio al salir.
Y me vi guapa.
Al pisar la calle me sumergí en el aguacero y, dejándome mojar por la persistente lluvia, dirigí mis pasos hacia ningún lugar, feliz,  saltando en los charcos como la niña rolliza que fui hace treinta años, sintiendo las gotas deslizándose por mi rostro, calándome, empapándome.