martes, 24 de septiembre de 2013

Las gafas

LAS GAFAS

Me despertaron unos ruidos que procedían de la biblioteca y supuse que sería mi suegro, que solía encerrarse allí a fumar a escondidas. Descalzo para no hacer ruido, avancé de puntillas por el pasillo hasta encontrarme frente a la puerta entornada. Vi una luz por debajo y la empujé suavemente. Cuando entré tuve que pellizcarme un brazo, no me lo podía creer: en una butaca de orejas, a la altura de donde quedaría la cabeza de una persona sentada, distinguí unas gafas de sol con montura rosa suspendidas en el aire. Enseguida las reconocí: aquella mañana mi mujer había ido al mercadillo y, como siempre, había regresado con varias bolsas llenas de trastos inútiles.
Sin moverme del sitio, estuve observándolas un rato. Giraban de izquierda a derecha, frenéticas, a la misma velocidad con que las hojas del libro que tenían delante, también ingrávido, pasaban como azuzadas por una corriente de aire. Miré en derredor: las ventanas estaban cerradas. Una fila de libros iba turnándose de la estantería a la butaca y luego de vuelta a su balda. Me pareció que las gafas me miraban y me hacían un guiño. Como era tarde y se me cerraban los ojos, decidí volverme a la cama; ya seguiría investigando el asunto.
A lo largo de esa semana me mantuve al acecho, espiándolas. Cuando terminaron de leer todos los volúmenes de la enciclopedia, mi colección de tebeos y los libros de viajes, pasaron a las novelas de mi esposa y luego a los álbumes de fotos; parecía que no se contentaban con nada, todo les sabía a poco. Después siguieron su incursión por el botiquín del baño, leyendo atentamente las instrucciones de los medicamentos. También me las encontré en la cocina, estudiando los envases de los productos de alimentación y limpieza. Esto pareció aburrirlas un poco, ya que los siguientes días no se movieron de su estuche.
Hasta que el sábado por la noche las vi salir tan campantes de casa, con unas lucecitas a los lados. Me pareció algo extraño, pero las dejé marchar. Un poco de aire no las vendría mal. El domingo por la mañana estaban quietecitas en su estuche; eso sí, manchadas con unas gotas de kétchup y con el sello de una discoteca en los cristales.
—Esta es una casa decente —les solté, enfadado. Me salió así, sin pensar—. Aquí hay que cumplir unas normas.
Durante la siguiente semana estuvieron muy tranquilas, mirando revistas y echando un vistazo al periódico. Pero el sábado, al levantarme, me las encontré rotas y ojerosas junto a la taza del baño. Apestaban a alcohol. Y eso no lo soporto.
Me agaché a su lado y las sujeté mientras vomitaban. Después las limpié con un paño húmedo, les puse una cadena en las patillas y las guardé en el armario del garaje, anudadas a un gancho. Antes de cerrar la puerta vi que se les caían unos lagrimones. Me dieron algo de pena, pero me prometí que no las sacaría de allí por lo menos hasta el lunes.