UN SITIO PARA ELLA
Entró en la residencia de los Spencer por la puerta de la cocina para no
hacer ruido, por si aún no se habían levantado. Tras quitarse las botas mojadas
y calzarse las zapatillas, Ekaterina suspiró con nostalgia al ver las fuentes
con los dulces, los renos de los paquetes de regalo, las serpentinas de colores…
Los restos de la Nochebuena.
Comenzó la limpieza por el salón. Colocó en su sitio
unos taburetes de cuero que habían quedado junto a la chimenea y recogió del
suelo dos copas vacías y una botella de brandy por la mitad. Le sorprendió ver
un cenicero con dos puros; le recordó al abuelo Grigor, a quien solo
permitían encender su pipa en las fechas señaladas.
Sobre la mecedora de la señora Emily reposaban las
agujas de tejer y un gorrito azul con ositos rojos a medio terminar. Con mucho
cuidado, lo guardó en la caja de los hilos.
Al pasar el aspirador, descubrió entre las butacas un
caballito de madera, seguramente el regalo de Santa Claus para Dennis, el
pequeño de la familia. Lo llevó junto a la sillita de paseo a una esquina de la
sala y se dispuso a despejar la mesa de la cena.
Retiró las copas del brindis, cambió el mantel por
otro limpio y pasó una bayeta humedecida por la trona del niño. Una hora
después, ponía en marcha el lavavajillas y se dejaba caer en una banqueta de la
cocina para descansar unos minutos antes de marcharse. Mientras se quitaba los
guantes, no pudo evitar contemplar a través de los cristales las calles de la urbanización, a esa hora todavía sin las pisadas de los
caminantes; los muñecos de nieve con sus bufandas de cuadros; el humo de las chimeneas encendidas…
Le ocurría cada vez que iba a casa de los Spencer. Ekaterina hacía lo imposible
por desviar la mirada, pero siempre terminaba fijándose en el balancín amarillo
que habían instalado para el nieto debajo del pino. Sintió una punzada en el
pecho al ver las bolas y adornos de navidad que decoraban el árbol. Todo le
recordaba a su pequeño Sasha, que pronto cumpliría cuatro años. A tres mil
kilómetros de allí. Por primera vez, no podría soplar las velas junto a él.
De pronto escuchó unos
saltitos en el pasillo y el inconfundible chirrido de unas ruedas que se acercaban. Con la
punta del delantal, se secó a toda prisa las lágrimas que pugnaban por salir de
sus ojos, justo antes de que el señor Spencer entrara en su silla de ruedas con
el niño sentado en su regazo.
―Katy, te lo advierto: hoy no te escapas.
Ayer te esfumaste muy hábilmente, pero hoy no te lo voy a permitir. ―Y
tomándola con suavidad del brazo, la invitó a pasar al salón―. Mira ―añadió
señalando hacia la mesa― Dennis ha puesto una silla para ti.