viernes, 25 de septiembre de 2015

El vivo al bollo

EL VIVO AL BOLLO

Pero mira cómo moquea la Gabriela, ahí de rodillas abrazada al féretro de su madre, la muy falsa. No, si ya lo vi yo clarito cuando entré a servir en esta familia; no levantaba un palmo del suelo y siempre conseguía todo lo que se le antojaba a base de llantos y pucheros; qué bien se le da eso de mojar la pestaña. ¿Pero cuántos años hace que no se dejaba caer por el pueblo? Ni cuando el Norberto, su hermano, el pobre infeliz, la telefoneó cuando ingresaron a doña Palmira en el hospital con una neumonía, que a punto estuvo de llevarla para el otro barrio; ni cuando tropezó con un escalón y se rompió la cadera. Ni  siquiera este último mes, que sabía perfectamente, porque se lo dije yo, que la mujer estaba en las últimas.
Siempre, siempre, ponía alguna excusa: que si no puedo dejar sola la boutique, que si mi marido está de negocios fuera de la ciudad y tengo que atender a mis hijos… Que digo yo que me río de la educación recibida por estos dos mocosos; se podían haber quedado en casa con su padre o encerrados en algún internado. ¡Que no se puede venir a la iglesia a alborotar, que esto es un lugar sagrado! Qué poco respeto inculcan ahora a la juventud, de verdad. En mis tiempos por toser o rascarte la nariz te daban un pescozón que ya podías quedarte tiesa en el banco durante toda la misa por la cuenta que te traía.
Ahora no, ahora cada uno hace lo que le da la gana. Pero no me extraña, no: de tal palo tal astilla. Los niños venga a enredar y molestar y nadie, ni siquiera el cura, les llama la atención. Claro que viendo a su madre hacer el paripé con sus lamentos y lloriqueos, a estos dos casi ni se les oye.
Muy mal bicho es la Gabriela. Ayer tarde cuando llegó, tras aparcar el descapotable en el garaje, lo primero que hizo al atravesar la puerta de la casa fue taparse con los dedos la nariz. A los niños los mandó a esperarla al coche y ya en el hall arrastró al Norberto, que no dejaba de arrancarse los pelos de las manos, a la cocina, y me mandó que le preparase una tila. Ella se encerró un buen rato en la biblioteca, supongo que a buscar documentos importantes. Y creo que los encontró, porque cuando salió tenía una sonrisa de oreja a oreja y apretaba unos sobres muy abultados bajo el brazo. Sería el testamento, digo yo.
Al dormitorio donde su difunta madre recibía la Extremaunción ni se asomó. Con su boquita de piñón bien perfilada de rojo, dijo que prefería recordarla trajinando feliz en la cocina, mientras preparaba aquel delicioso chocolate y su hermano y ella moldeaban galletas con formas de peces y estrellas. Habían pasado más de cuatro años desde la última vez que vino a verla y ahora se ponía nostálgica con los bizcochitos. Lo que tiene una que aguantar.
«Nos quedaremos un par de días en el hostal del pueblo, Renata, así no te damos que hacer», me dijo saliendo a toda prisa con el botín. Pero yo no tengo un pelo de tonta, qué se piensa esta. Lo que pasó es que la señoritinga es muy delicada y no soportaba el olor que desprendía el cuerpo de la difunta. Y eso que había muerto esa misma mañana. Pero la infección se le había extendido semanas atrás por todo el cuerpo y las llagas purulentas, por más que me dedicase a cambiarle las vendas cada tres horas, no dejaban de empapar las sábanas y el colchón. Yo ventilaba la habitación, cambiaba la ropa de cama y la enjabonaba con una esponja cada mañana, pero el hedor se había ido extendiendo inevitablemente por toda la casa.
Y ahora me toca verlos aquí, a todos juntitos, sentados en el primer banco de la iglesia, como corresponde a los familiares más cercanos. Y yo en la cuarta fila, como una apestada, como si no hubiera estado atendiendo a esta familia durante casi cuarenta años y cuidando con abnegación a la señora en los últimos meses de su enfermedad. Ninguno de los parientes ha venido a saludarme, ni a preguntarme cómo estaba, o a ver si necesitaba algo.
Imagino que en unos días, al Norberto lo ingresarán en alguna institución para enfermos mentales. Estaba muy apegado a su madre y ahora el pobrecín no para de morderse los puños de la camisa. La Gabriela querrá vender el caserón y sacarse unos cuartos; y a mí, una pobre anciana desvalida de setenta años, me pondrán de patitas en la calle sin una frase de agradecimiento y con una compensación de risa por los servicios prestados.

Para cuando se lleven al Norberto, tengo pensado abandonar este pueblo. En cuanto me comuniquen el despido, sacaré un billete de autobús a la capital. Allí me alojaré en un hotel y por la mañana iré a buscar una agencia de viajes. Siempre me llamó mucho la atención hacer un crucero y viajar por todos los mares del mundo. Y con los fajos de billetes que encontré en la caja fuerte de la biblioteca —la pobre doña Palmira, en sus delirios de fiebre, me reveló la combinación secreta— solo tendré que volver a tierra firme el día que me metan en un ataúd.

El té de las cinco

EL TÉ DE LAS CINCO

A Frida le tiembla la jarrita de leche y derrama unas gotas sobre el azucarero. Le desagrada muchísimo que el nuevo pasatiempo de Otto, su marido, coincida con la hora del té. A su lado, la pequeña Ingrid golpea con sus dedotes las teclas del piano. ¿Wagner?
Entre ofendido y asqueado, Otto pega un ojo a la mira del fusil, apoya la culata en el hombro… y vuelve a errar el tiro. El cabrón de rayas ha desaparecido del objetivo. Irritado, lanza el cenicero contra la pared de la terraza. Vaya, otro desconchón, reniega Frida mientras barre los añicos.
Impaciente, mira el reloj; casi las cinco y media. No hay nada que le disguste más que el té frío. Cruzada de brazos espera a Otto, que escupe el cigarrillo antes de apuntar de nuevo. Afortunadamente esta vez, la bala revienta la cabeza del prisionero, que cae desplomado salpicando de sesos la alambrada del patio.
Otto entra relamiéndose al salón, directo a la bandeja de pastelillos; por fin Frida puede echar las cortinas. Antes, contempla con orgullo el letrero herrumbroso que preside la verja de la entrada, «ARBEIT MACHT FREI».
Y duda entre una galleta de jengibre y otra de anís.