EL TÉ DE LAS CINCO
A Frida le tiembla la jarrita de
leche y derrama unas gotas sobre el azucarero. Le desagrada muchísimo que el
nuevo pasatiempo de Otto, su marido, coincida con la hora del té. A su lado, la
pequeña Ingrid golpea con sus dedotes las teclas del piano. ¿Wagner?
Entre ofendido y asqueado, Otto
pega un ojo a la mira del fusil, apoya la culata en el hombro… y vuelve a errar
el tiro. El cabrón de rayas ha desaparecido del objetivo. Irritado, lanza el
cenicero contra la pared de la terraza. Vaya, otro desconchón, reniega Frida
mientras barre los añicos.
Impaciente, mira el reloj; casi
las cinco y media. No hay nada que le disguste más que el té frío. Cruzada de
brazos espera a Otto, que escupe el cigarrillo antes de apuntar de nuevo. Afortunadamente
esta vez, la bala revienta la cabeza del prisionero, que cae desplomado
salpicando de sesos la alambrada del patio.
Otto entra relamiéndose al salón,
directo a la bandeja de pastelillos; por fin Frida puede echar las cortinas.
Antes, contempla con orgullo el letrero herrumbroso que preside la verja de la
entrada, «ARBEIT MACHT FREI».
Y duda entre una galleta de
jengibre y otra de anís.