sábado, 22 de noviembre de 2014

Beatísima

BEATÍSIMA

«En realidad esto del amor no tenía ninguna lógica», refunfuñaba doña Agustina a la salida de su misa diaria, cuando enganchada del brazo de la tontaina de su criada, «a Fernandita la he querido siempre como a una hija, a veces se me olvida que solo es la doncella», visitaba la tumba de su difunto esposo. Era injusto, con el dineral que le habían costado, que de aquellos rosales solo brotaran espinas; y que las estúpidas hortensias que había plantado la muy simplona fueran lo más florido de todo el camposanto.

Aunque lo más intolerable era el guiño que desde la foto hacía disimuladamente don Saturnino a la muchacha.

Brujas

BRUJAS


Empezó a pensar en un nuevo teorema que justificara las pisadas en el suelo recién fregado del pasillo. Era ella quien abría cada mañana la escuela; más tarde, a eso de las siete, solía llegar Arturo, el conserje. Pensativa, le dejó una pata de conejo en la garita. Luego se quitó los guantes de goma, cerró el cuarto de la limpieza y salió del edificio montada sobre su escoba.
Cuando iba a meter en el cajón la brocha y la espuma de afeitar, Arturo se encontró el amuleto peludo. Lo acarició indeciso y cruzando los dedos rogó para que a su mujer se le pasara lo del divorcio.


domingo, 9 de noviembre de 2014

Depredadores

DEPREDADORES

Lo que aterrorizaba a Samia cuando cumplió los once años no eran las sombras que atravesaba cada mañana cuando dejaba atrás el campamento camino de la escuela, ni los gruñidos de los coyotes.
Madre, no me obligues a vivir donde el tío Malik suplicaba agarrada de su túnica.
Hija, se hará lo que tu padre ordene sollozaba esta, mientras doblaba su ropita dentro de un saco.
Desde entonces, cada vez que se acostaba, Samia apretaba muy fuerte los ojos. Y las piernas. 
Cuando tres años después llegó su hermana pequeña al infierno de adobe, supo lo que debía hacer.
Aquella tarde, dos niñas corrieron de la mano hacia las dunas.
Aquella noche, no se escuchó ningún aullido en el desierto.






Lapidación

LAPIDACIÓN


El muñeco fue el primero en cerrar los ojos. Los apretó fuerte, muy fuerte, hasta dolerle toda la cara. Cuando cesó la lluvia de piedras sobre el cuerpo de su dueña, los volvió a abrir, pero no consiguió ver nada detrás de aquella cortina roja.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Champán y sal

CHAMPÁN Y SAL

Recuerdo que rodé por los escalones un par de veces antes de ser arrastrado por esta vikinga a su camarote. ¿Qué le habrían puesto al ponche aquel? ¡Si yo antes del tercer brindis no canto nunca! Dos sorbitos, un meneo en la pista de baile y hala, ya tenía su lengua metida hasta el paladar. ¿Cuánto tiempo llevaremos tumbados en esta cama? Qué mareo me está dando con la cabeza aprisionada entre sus muslos, casi no me llega el aire. Tengo la boca seca de tanto lamerle el caramelito, que a ratos parece a punto de descorcharse, pero nada, que no. Cómo tarda la tía, y eso que esta mañana no me afeité. ¿En qué idioma estará gimiendo… Astrid? ¿Ashley? ¿Cómo dijo que se llamaba? Ah, qué alivio, por fin ha terminado; vaya sacudida, del empellón me he caído al suelo. ¡Eh! ¿Qué hace la litera pegada a la pared y la ventana en el techo? Me da vueltas la habitación, menuda borrachera he pillado. Anda, esto que se me clava en la espalda, ¿qué es? ¿El pomo de la puerta? ¿Y por qué está entrando agua por debajo de… Glu glu glu.


Antes del Sapiens

ANTES DEL SAPIENS

Nada más ponerse erguidos sobre sus patas traseras comenzaron a mirar por encima del hombro a sus congéneres. Cuando se aburrieron de tener ociosas las manos, se les ocurrió fabricar útiles de cocina y herramientas, pusieron baldas en las cavernas y establecieron unas rutinas diarias
Para alimentarse, decidieron organizarse en cuadrillas de caza. Por las mañanas, bien temprano, los machos afilaban las puntas de sílex y al anochecer volvían agotados con corzos y liebres ensartados en palos que las hembras asaban en hogueras; más que nada para diferenciarse de aquella chusma.
¡Qué asco me dan! gruñían unos, arrojando piedras a los primates. Míralos, solo saben despiojarse, copular y… copular.
Nunca llegarán a nada asentían otros, altivos.
Y así continuaron, madrugando y trabajando, ante la mirada divertida de aquellos salvajes, que no hacían más que despiojarse, copular y… copular.



Alumno aventajado

ALUMNO AVENTAJADO

Descubrí la clave en el último verso del haiku que nos dictaba el señor Jiang, que cuando aquello vivía en un apartamento pegado al de mis padres. Detrás de dos frases muy raras que leí veinte veces sin entenderlas, me encontré con la tercera, que decía: «con la guadaña». Cinco sílabas que le daban todo el sentido al poema. Me percaté entonces de la indirecta que me estaba lanzando el tío, que siempre que coincidíamos en el ascensor se lamentaba de lo mustia que veía a su planta. Y se me ocurrió una idea.
Esa misma tarde, al salir de clase, cogí el primer autobús para regresar a toda prisa a casa. Mi madre todavía no había vuelto del taller de costura; mejor, porque nunca me dejaba enredar con los cuchillos. Así que cogí las tijeras del cajón de la cocina y podé el bonsái que tenía el profesor en el rellano de la escalera.
Ese año repetí curso.





Insomnio

INSOMNIO

Esperó hasta dormirse y soñó con otra Navidad. Tardó unos minutos en acomodarse sobre el colchón mientras recordaba a su marido escupiendo por la ventanilla del coche, costumbre que repetía cada vez que se tomaba unas copas de cava en casa de sus suegros. «Si tiene que escupir, que lo haga. Lo único que pido es que se ahorre el gorgoteo».

Cuando sonaron cuatro campanadas en el reloj de pared de los vecinos, escuchó unos balidos apremiantes al pie de su cama y se dio cuenta de que el sedante no había hecho efecto. Entonces asumió, resignada, que tendría que contar ovejas otra noche más.

La venda

LA VENDA


Amelia trajinaba alegre por la cocina, canturreando. Ojeaba por encima el periódico abierto sobre la mesa mientras hervía la leche para el café y tostaba pan para el desayuno de Julio, su marido, que seguía acostado quejándose de agujetas. Al llegar a las páginas de deportes, buscó su nombre en la clasificación de la carrera. Recorrió durante unos minutos la hoja hasta que lo encontró, entre los diez últimos. «Si todas las tardes sale a entrenar. Además anoche llegó tan contento…». Ya en silencio, acabó de fregar la vajilla y sacó la ropa de la lavadora. «¿Esta mancha de qué es?».
Sobre el adoquín del patio se estrellaron juntos la pinza que Amelia sostenía en la boca, «me juró que aquello había terminado» y el poco orgullo que luchaba por conservar. Cuando recobró el aliento, se levantó de la banqueta y metió a remojo el calzoncillo manchado de carmín.