DEPREDADORES
Lo que aterrorizaba a Samia cuando cumplió los
once años no eran las sombras que atravesaba cada mañana cuando dejaba atrás el
campamento camino de la escuela, ni los gruñidos de los coyotes.
―Madre, no me
obligues a vivir donde el tío Malik ―suplicaba
agarrada de su túnica.
―Hija, se hará lo
que tu padre ordene ―sollozaba esta,
mientras doblaba su ropita dentro de un saco.
Desde entonces, cada vez que se acostaba,
Samia apretaba muy fuerte los ojos. Y las piernas.
Cuando tres años después llegó su hermana
pequeña al infierno de adobe, supo lo que debía hacer.
Aquella tarde, dos niñas corrieron de la mano
hacia las dunas.
Aquella noche, no se escuchó ningún aullido en
el desierto.