lunes, 23 de septiembre de 2013

¡Que nervios!

¡QUÉ NERVIOS!

Ha llegado el día del examen y estoy como un flan, me tiemblan hasta las pestañas. Es la cuarta vez que me presento a la prueba de «Acceso a la Universidad para mayores de 25 años» y tengo que aprobar como sea, no puedo perder otro año preparando este estúpido temario: yo lo que realmente quiero es estudiar Historia, mi pasión desde siempre. Y estoy hasta las narices de las matemáticas y el inglés.
—¡García Plómez, Palmira! —grita el funcionario de la puerta de acceso al aula.
Otra vez mal escrito el apellido. Me acerco vacilante al chico. Por mucha barbita y gafas de culo de botella que lleve, no es más que un niñato. No voy a permitir que me intimiden antes de empezar, he de mantenerme tranquila. Intento que mi voz suene firme.
—Es Palómez, no Plómez. Pe, a, ele… Mire el denei, se han confundido —le alargo el carné que está húmedo del rato que llevo manoseándolo.
Lo coge y durante unos instantes me hace un repaso con la mirada, un tanto displicente. Por fin me franquea el paso.
Tomo asiento en una de las filas de atrás, para controlar bien la perspectiva. Tengo experiencia suficiente como para saber que habrá dos personas paseando por la sala para vigilar que no copiemos y otras dos sentadas delante, haciendo como que leen o escriben, pero observándolo todo por el rabillo del ojo. La parte de atrás es la más segura.
—Tienen todos ustedes el cuadernillo con las preguntas de la prueba sobre sus mesas, bocabajo  —informa el presidente del tribunal con voz de pito—. Son diez preguntas y dispondrán de una hora para contestar. Después, haré sonar este timbre, así —presiona una campanita, tintintin— y dejarán de inmediato el bolígrafo sobre la mesa. ¿Alguna duda? Ah, y no olviden apagar sus móviles.
Miro alrededor. Se nota tenso el ambiente. Como tengo el olfato muy fino, me llega un olor acre, como de pánico, de alguno de los estudiantes. A mí me sudan las manos y detrás de las orejas, pero intento mantener la mente fría, que para eso me he tomado mis pastillas y tres tilas. Me revuelvo ligeramente la melena para ocultar bien las orejas y que no se vea el cable del trasmisor. Afuera en el aparcamiento tengo a mi hijo Luis dentro del coche con un portátil. Me dio un poco de vergüenza pedírselo, pero es que es muy bueno con el ordenador. Yo le leo las preguntas —muy bajito y casi sin mover los labios— y él busca las respuestas en internet. Lo hemos estado ensayando en casa. Por si esto fallara, también tengo un plan B.
Da comienzo la prueba. Leo rápidamente los temas. Me calmo. Dos de ellos me los sé, así que empiezo por ahí y cuando vea la ocasión leeré a Luis uno de los otros e iré alternando. Uno de los vigilantes me da un golpecito en la espalda. Pego un bote en la silla, asustada.
—Haga el favor de quitarse las gafas de sol, que aquí no le hacen falta —me susurra. Su voz es amable, pero autoritaria. Las gafas me dan confianza, me ocultan del mundo exterior y me facilitan la concentración, pero no me queda más remedio que obedecer.
Consigo establecer contacto con Luis y me sopla una pregunta entera. Cuando está terminando de redactarme la segunda, el trasmisor empieza a hacer ruiditos. En ese momento no hay nadie cerca, pero noto que los cuerpos de los que me rodean se giran hacia mí, curiosos. Qué faena, si ya casi lo tenía. Apago disimuladamente la radio y concluyo con algo de improvisación e imaginación la pregunta.
Respiro varias veces tomando aire por la nariz y expulsándolo por la boca, como me enseñó el monitor de yoga. Llevo cuatro preguntas bien contestadas, solo me falta una para el aprobado. Leo los planteamientos de las seis restantes. La de mates, descartada, por supuesto. Geografía, ni me la he mirado, ¡con todos los países nuevos que han inventando desde que yo estudié! Inglés, nada, yo era de francés y de eso hace mucho tiempo. Comentario de texto, mmm… Miro el reloj y solo faltan quince minutos, no me puedo arriesgar con esto. No es que se me dé mal, pero sé que soy un poco lentita.
«Grandes artistas del Renacimiento. Escoge uno y escribe sobre su obra». ¡Mira qué bien! Debajo de la falda, pegado al muslo derecho, llevo un resumen con la obra de Miguel Ángel. En el otro están los escritores del Siglo de Oro, que siempre me lío con ellos. Echo un vistazo, no hay moros en la costa. Me infundo de un valor que no sé de dónde sale y me remango la falda. Empiezo a copiar. Unas gotitas de sudor resbalan desde mi frente y caen sobre el folio, emborronando unas letras. No es grave. Termino la prueba y a los tres minutos suena el pitido, tintintin. Poso el boli y respiro aliviada. ¡Creo que lo he conseguido! Uno de los bedeles se pasea entre los pupitres y va recogiendo los cuadernillos. Me cuelgo el bolso del hombro y me lanzo hacia la puerta. El de la cara de niñato de antes me sujeta del brazo con suavidad, me mira con una sonrisa condescendiente y me arrastra despacito hacia una esquina.
—Parece mentira, señora Plómez, a su edad y copiando —no noté reproche en su voz, más bien complicidad—. Todos lo hemos hecho alguna vez. Si tanto interés tiene en estudiar una carrera, no seré yo quien se lo impida. Pero vaya con cuidado en adelante, que la policía no es tonta… —Me guiñó un ojo y me dejó seguir mi camino.
Afuera estaba esperándome Luis, algo cabreado conmigo por la encerrona, pero cuando le conté que todo había ido bien, me dio un beso y arrancó el coche.

—Mamá, eres la leche, me metes en unos berenjenales… Venga, vamos a tomar un vermú y unas rabas, invito yo. ¡Y que sea la última vez, te lo advierto!