lunes, 23 de septiembre de 2013

El administrador de fincas

EL ADMINISTRADOR DE FINCAS

Cada vez llevo peor estas reuniones, se me sube hasta la tensión. Pero en la oficina somos solo dos, mi socio, Guillermo, y yo. Y su cardiólogo le ha dejado muy claro que debe evitar cualquier situación estresante si no quiere sufrir otro infarto. Así que no me queda alternativa. Solo espero que lo de hoy termine cuanto antes, a ver si llego a tiempo de ver a mi hijo Rubén apagar las velas de su décimo cumpleaños.
—Bien, señores —pongo la voz grave y estiro la corbata, como para darme un brío que no tengo— son las ocho. Parece que estamos todos, así que podemos ir empezando. Aquí traigo el Libro de Actas, si les parece vamos a…
—¡Un momento, señor administrador, que no estamos todos! —. Ya me imaginaba yo que la primera intervención no tardaría en llegar. Esta es doña Mercedes, calculo que tendrá unos setenta. Siempre asiste a las reuniones como si fuera a una cita, repeinada de peluquería y con un tinte de uñas nacarado. Mucho arreglarse, pero no se le quita el olor a lejía. —Falta la del segundo derecha, que siempre falta, parece que todo le importa un comino. A saber si está al día en los pagos. Esa chica es muy rara: los fines de semana llega a las tantas, que la veo yo a través de las cortinas. A mí es que me gusta madrugar, para pensar en mis cosas y…—
Mal empieza el asunto.
—La del segundo derecha, doña Mercedes, —interrumpe el jefe de escalera—, me comunicó que no asistiría y que daba por bueno lo que decidiera la mayoría. Y sí, está al día en los pagos, puede usted quedarse tranquila. Y no hemos venido a hablar de si entra o sale, sino del cambio de jefe de escalera, que por cierto este año le toca a usted. Y de las posibles obras pendientes.
Doña Mercedes pilla un catálogo de un supermercado que hay en el suelo y se pone a leerlo muy concentrada, haciéndose la loca. Cualquier cosa antes que reconocer que ha metido la pata.
Este tío es nuevo en la comunidad, parece majo. Son solo diez propietarios, pero sé por experiencia que el jaleo está garantizado, sean diez o cien. Ahora es el del cuarto izquierda, un cincuentañero arrugado, calvo y con gafas de lupa,  el que toma la palabra para decir lo mismo de siempre, qué cansino.
—Sería muy conveniente y necesaria la instalación de un ascensor—siempre comienza las frases con un tonillo pedante para luego caer en su auténtica esencia. —Me fatiiigo mucho, aaay, —se lamenta golpeando con el bastón (bastón de Camino de Santiago, no de ciego) en el suelo— subiendo las escaleras y he oído que te lo puedes quitar de Hacienda. Mi esposa casi no se puede mover de casa, la pobre está muy trabada, esto es un horror y un sinvivir —baja la vista hacia sus zapatillas de cuadros rojos y negros y se frota los ojos, como retirando una lagrimita inexistente. No voy a entrarle al capote diciéndole que con su mujer coincido con las bicis todos los domingos en el parque. Aunque ganas me dan.
Me aflojo la corbata y el cuello de la camisa, me seco el sudor de la frente y repito la misma cantinela:
—Lo del ascensor, señor Pérez, ya quedó zanjado hace un año. No hay hueco en la escalera ni se puede ocupar la acera, es imposible. Bien, sigamos. Este año se ha cambiado el portero automático, se ha pagado a la limpiadora, la factura de luz de la escalera y la minuta de mi despacho. No ha habido más gastos. Como acordamos, he traído tres presupuestos para el arreglo del tejado y solucionar el tema de las humedades que afectan a los vecinos de los dos últimos pisos.
—¡Habría que arreglar la fachada y pintar el portal! —chilla el propietario de los dos terceros, que por cierto todavía no ha ingresado los tres últimos trimestres. —Parecemos los pobretones de la calle. Y el tejado no es lo único que provoca humedades, como si los que no vivimos en el quinto no sufriéramos lo nuestro. Aquí traigo unas fotos de cómo tengo el dormitorio por las filtraciones de las bajantes, miren, miren.
Varias vecinas se arremolinan en torno a las fotos y se las van pasando, fijándose más en los muebles y cortinas que en las humedades.
—¡Uy, Ramón, que papel pintado más bonito! Y esa cómoda me gusta muchísimo —exclama doña Mercedes manoseando las fotos. —La verdad es que la decoración de esa vivienda, por lo que atisbo a comprobar por encima del hombro de esta mujer, serviría muy bien de decorado para la serie de televisión «Cuéntame». Pero me callo.
—Sí, lo escogió mi hija pequeña, la Yasmina —dice, orgulloso—. Ya sabe usted que es peluquera y tiene muy buen gusto. Pero no es una cómoda, qué va. Es un mueble zapatero. Así queda muy bien ordenadito todo el calzado y luego lo encuentro enseguida, una maravilla.
Miro disimuladamente el reloj. Llevamos así una hora y esto no avanza. Interrumpo a doña Mercedes, la única que está sentada en una silla. Siempre se trae una silla de camping, de esas de tijera. Los demás estamos de pie en el portal. Menos el vecino del segundo izquierda, que parece más normal, el resto ha ido haciendo grupitos y conversan animadamente de diversos temas, por supuesto muy ajenos a la reunión: que si la de la tienda ya no fía, la muy bruja; que si la limpiadora no deja bien los cristales; que si a ver si se mueren de una puñetera vez todas las palomas del mundo, que me dejan perdido el tendal con sus cagadas…
Ante este callejón sin salida, recuerdo el consejo de Guillermo y saco la carta que siempre hay que tener escondida en la manga para estos casos, «no falla en estas comunidades de tercera, Luis, hazme caso», me había insistido.
Y ahí me lanzo, convencido pero con reservas.
—Bueno, sigamos con lo que nos ha traído hoy aquí. En la cuenta hay un saldo de 152 euros. El presupuesto más asequible para la obra del tejado es de quince mil euros más IVA. Sugiero una derrama de cien euros al mes por piso, y dentro de un año nos volvemos a reunir y se decide.
Doña Mercedes, como si tuviera un petardo metido en el culo, pliega la sillita e inicia un rápido ascenso a su piso, las varices parecen haberle dado una tregua. El propietario de los dos terceros sale disparado a la calle, mascullando «qué tarde se me ha hecho, Dios mío, tengo que comprar la cena». El del ascensor se lamenta de la poca solidaridad con su causa y escapa escaleras arriba arrastrando los pies y resoplando a cada escalón. El resto se escabulle como puede. Solo quedamos el nuevo del segundo izquierda y yo.
Me aprieta calurosamente la mano y me da un golpecito en la espalda. No hace falta decir más.
Miro la hora. Las diez. Quizá todavía llegue a tiempo de comer un trozo de tarta.