SOLILOQUIO
Sol·La·Si·Do. Cuánto añoro la melodía de
tus gemidos, princesa.
Bajo las sábanas de aquella
pensión, solíamos solazarnos
los días que mi mujer tenía guardia. «Yo te alejaré de esta pocilga», te
juraba, solemne, cruzando los dedos por detrás.
Anoche no te encontré en el solar; alguien me dijo que habías
regresado a tu vida disoluta, a consolarte en otras camas. Salí con el
ardor de un soldado y me adentré en
aquellos tugurios de zombis desollados
dispuesto a rescatarte.
Pero, insolidaria, tú ya habías elegido soltar amarras y resolviste
quedarte en tu esquina, junto a tu farola. Cuando nuestras miradas se solaparon, escupiste en el suelo y me
diste la espalda. Desolado, recogí de
un charco mi orgullo y me fui a casa.
Hasta nunca, Sol.
Jamás me había sentido tan solo. Quién sabe; quizá mañana
encuentre a otra solista que, aunque
desafinando, entone de nuevo para mí el Sol·Fa·Mí·Re·Do.