AL FILO
Llevábamos
cerca de tres años ahorrando para aquella expedición y tenía que torcerse un
tobillo justo a mitad de escalada. No paraba de quejarse y sollozar, y que no
le moviéramos, decía, que le dolía horrores. O sea, que ni para adelante ni
para atrás. Entonces ¿qué hacíamos? Dejarle allí, a veinte bajo cero, habría
sido condenarle a una lenta agonía. Se le habían helado las lágrimas y la punta
de la nariz la tenía renegrida, claramente principio de congelación. Y lo peor:
más que hablar, farfullaba. Eso significaba que estaba empezando a delirar.
Entre
los dos le sujetamos de los brazos y le ayudamos a levantarse. Al moverle, un
pedrusco cayó al vacío. Me quedé mirando el abismo bajo nuestros pies y me dio
por calcular cuánto tardaría en llegar al fondo.