CINCO SEGUNDOS
Nunca había sentido antes ese hormigueo
que me erizaba la nuca y subía hasta mis orejas, haciendo que me ardiera toda
la cara y me palpitara la sien. Tampoco sabía lo que era el vértigo, hasta que
noté que el suelo bajo mis pies se desmoronaba.
Y eso que estábamos sentados. En el
banquillo, Marcos y yo. Él sudaba congestionado, yo no podía ni respirar. Nos
jugábamos la liga y en las gradas un público enfervorizado animaba con cánticos
y aplausos. El marcador era favorable al equipo contrario, 91 a 93, y solo
faltaban cinco segundos para el final.
Entonces uno de los nuestros atrapó la
pelota, se giró ciento ochenta grados y la lanzó sin pensar, encestándola desde
el otro campo. Canasta de tres. El estadio estalló en un clamor, comenzó a
llover confeti y el banquillo entero saltó a la cancha, dando botes, gritando.
Algunos hasta lloraban.
Pero yo no me moví. Ajeno al ruido y a
las imágenes de la celebración, que percibía desenfocadas, me quedé allí, como
flotando, añorando ya el roce de nuestros dedos entrelazados.