LA
CREACIÓN
Diseñar el universo, el firmamento, las
galaxias y todos esos satélites que giran sobre ejes de planetas con una
precisión tan desesperante se me estaba haciendo eterno. Y eso el lunes. Pero
entonces me dio por añadir meteoritos y cometas, vi que era bueno y continué.
Los siguientes días creé el sol, decoré con
nubarrones el cielo y para que hubiese tinieblas hice la noche. Llené de
tiburones los mares, el aire de mosquitos y el planeta entero de animales con
colmillos, aguijones, garras y cuernos. Dibujé en la tierra volcanes,
icebergs y desiertos con arenas movedizas y cactus. Muchos cactus. Me fascinaba
rozar sus espinas sin pincharme y sorber el jugo de dentro, me pareció que
estaba muy, muy bueno, y continué bebiendo.
El sexto día lo pasé saboreando aquel zumo
verde. Lo llamé peyote. Y mientras gozaba del néctar y miraba las formas
caprichosas de las nubes al pasar —acá la cresta de un gallo, allá una coliflor—,
se escondió el sol. «Uy, qué tarde es», pensé al verme envuelto en la negrura.
Entonces, deprisa y corriendo, me puse a modelar un monigote de barro. Pero no
veía nada, mecachis, sin luz apenas veía.