VACACIONES EN EL MAR
Algunos días me acuerdo
de aquel día en que Carmela y yo decidimos hacer un crucero. Hay fechas que
marcan un antes y un después en la vida, y esa sin dudarlo fue una de ellas.
Pero a veces creo que prefiero no recordarla. Desde que entráramos a trabajar
al servicio de la marquesa siendo aún unos chiquillos, nunca habíamos
disfrutado de unas vacaciones. Vamos, que no conocíamos nada más allá del
pueblo. Había que estar siempre a expensas de la señora, con sus manías y su delicada
salud. Si no era un resfriado que le duraba tres meses, eran unas terribles
jaquecas durante las cuales me hacía segar el césped de la finca que rodeaba el
palacete con un dalle, y a Carmela le pedía que limpiara los suelos de la
mansión sin aspirador. Cualquier ruidito de nada era insoportable para ella.
Siempre estaba igual.
En nuestras
tardes libres, bajábamos Carmela y yo al pueblo y nos metíamos al cine. Después
en la taberna nos tomábamos un café y dejábamos pasar el tiempo ojeando alguna
de las revistas que amarilleaban amontonadas junto a las ventanas. Aquel día,
cayó en nuestras manos un ejemplar de «Viajar» dedicado a los cruceros. Unos
buques blancos, enormes, llenos de tiendas, piscinas, ascensores, casinos y no
sé cuantas cosas más, ilustraban el reportaje. Algo se me agitó por dentro. Sin
que nadie me viera, escondí el ejemplar debajo de la chaqueta antes de regresar
a la casa.
Durante
varias semanas cuando me iba a dormir me entregué bajo las sábanas a la
contemplación de aquellas fotografías. Hipnotizado. Los camarotes tenían
balcones individuales, se podía ir al gimnasio a cualquier hora y pedir una
botella de champán al servicio de habitaciones cuando te diera la gana. Un
fuerte deseo iba formándose en mi cabeza y una mañana en que la señora estaba
especialmente contenta tras haberse tomado unas copitas de cariñena, me decidí
a hablar con ella.
—Doña
Lucrecia, con su permiso —dije tímidamente asomando la cabeza por la puerta
entreabierta del salón—. ¿Tiene unos minutos? Quería comentarle una cosa.
—Pasa, pasa,
Romualdo. —Mi verdadero nombre es Rogelio, pero hace tiempo que lo dejé estar—.
¿Quieres un chinchón? Fíjate, la botella llena y yo, con esta salud tan
delicada, no puedo ni tocarlo.
—No, gracias,
señora. Verá, Carmela y yo hemos estado pensando que son ya casi treinta años a
su servicio sin disfrutar de unas vacaciones y que nos gustaría hacer un
viajecito. Sería solo una semana. La hija del panadero nos ha prometido que
vendrá todos los días a prepararle la comida y traerle cualquier cosa que
necesite.
—¿Un viaje?
Claro que sí, Ronaldo. No hay nada como viajar. Cuando mi esposo vivía
viajábamos mucho. París, Roma,.. Qué tiempos más felices. —Se restregó con el
puño la nariz para quitarse la moquilla que empezaba a gotear—. ¿Y dónde vais a
ir, si puede saberse?
—Un crucero
por el Mediterráneo. Con escalas en Niza, Marsella, Túnez…
—¡Un crucero,
me apunto! ¡Corre a comprar los billetes, muchacho!
—Pepepero… En
su estado, si me lo permite, señora, no debería salir de casa —farfullé
aterrado.
—La brisa del
mar, jovencito, llenará de aire puro los pulmones de esta pobre anciana
—insistió—. Nada, nada. Está decidido. ¡Nos vamos todos de viaje!
Y así fue
como, unas semanas después, zarpábamos los tres en el puerto de Barcelona. Dos
mozos hicieron falta para acarrear con todos los baúles de la señora, que al
menos tuvo el detalle de contratar a la hija del panadero como asistenta para
el viaje.
—No pretendo
ser una carga para vosotros —había dicho antes de partir en uno de sus raros
ataques de sensatez—. Quiero que disfrutemos todos. ¡Qué bien lo vamos a pasar!
El primer día
en el barco fue sensacional. La marquesa insistió en hacerse la manicura en uno
de los salones de belleza y Carmela y yo nos fuimos a pasear por el laberinto
de aquella ciudad encantada. Comimos en un restaurante pakistaní, nos probamos
unos sombreros mexicanos, chapoteamos en una piscina de agua salada y
terminamos tomando un té irlandés. A las nueve fuimos al camarote de la marquesa
a darle las buenas noches.
—Hacía muuucho
tiempo que no disfrutaba tanto. —Se la veía radiante con su nuevo corte de pelo,
estaba realmente feliz. Había varias bolsas por el suelo llenas de vestidos de
flores y pamelas—. Ha sido un día maravilloso, pero ahora se me caen los ojos. Robin,
magnífica idea la del crucero, sí señor. Buenas noches a todos.
Nos
despedimos y Carmela y yo subimos a cubierta a contemplar las estrellas. El mar
andaba revuelto y el barco se movía mucho. Carmela dijo que se estaba mareando,
así que a las doce y pico nos fuimos a dormir. Todavía no había amanecido
cuando nos despertaron unos golpes en la puerta. Era la hija del panadero.
—¿Cómo que no
está en su cama? —pregunté asustado. La muchacha temblaba. Se la veía fatal.
Tardó unos
minutos en reaccionar Carmela. Entonces rompió a llorar. Nos habíamos olvidado
de avisar a la chica de que doña Lucrecia era sonámbula y que tenía la
costumbre de salir a estirar las piernas sobre las cinco de la mañana. Era una
de sus manías. Pero en la finca era imposible que saltara los muros y además yo
me encargaba siempre de echar el cerrojo a la verja de la entrada. En el barco
no había muros, ni puertas, ni cerrojos. Nunca volvimos a verla.
Terminó el
viaje y volvimos muy tristes al palacete, con la intención de recoger nuestros
bártulos. Pero para nuestra sorpresa, la señora nos lo había dejado en
herencia. Y aquí seguimos. Yo, segando el césped y podando los rosales. Y
Carmela, en la cocina, que dice que si no, no se halla. Para limpiar la casa,
eso sí, hemos contratado a la hija del panadero.