DESDE
EL MÁS ALLÁ
En vida el señor Cosme fue un
apocado, un don nadie. Pero al morir, la cosa cambió a mejor. Ocurrió un
martes, cuando salía del cafetín donde echaba las tardes; allí, se pedía
siempre una tila y se quedaba mirando a Maritere, la dueña, de quien estaba
secretamente enamorado. Aquel día al cruzar la calle una furgoneta le pasó por
encima.
—Quiero ser enterrado en mi
pueblo, junto a la tumba mis padres ―dijo,
y expiró.
La bolsa con sus cenizas se la
llevó Maritere, que fue la única que asistió a las exequias. Por guardarlas en
algún sitio, las volcó en un florero que puso de adorno en la mesa del patio de
atrás, donde se manoseaban los amantes.
Por primavera, el agua de
lluvia traía alguna semilla que fertilizaba las cenizas y salía una flor.
Entonces las parejitas la deshojaban, esperanzadas:
―Me
quiere, no me quiere…