QUIZÁ MAÑANA
La decisión
estaba tomada: lo haría. Este sábado quedaría con sus amigas sin inventarse
ninguna excusa de última hora. Si Diego no quería venir, que se quedase en casa
viendo la final del curling. Y si le
parecía mal que saliese, ya podía ir recogiendo sus cosas y largarse de su
apartamento. Ya estaba cansada de aquella situación.
Frente al
espejo de la entrada, Ana se colgó del hombro el bolso de flecos y se subió la
capucha del anorak verde que había comprado la tarde anterior. Le quedaba
genial con su minifalda vaquera y los botines con hebillas. Se había puesto
mascarilla de pestañas y pasado las planchas por su melena caoba. Ana se vio
guapa. Sin embargo, agradeció secretamente la tenue iluminación de la bombilla
parpadeante antes de abrir la puerta. Así veía distorsionado el reflejo de su
mirada culpable.
Regresó un
momento al balcón de la cocina al ver que las cortinas se agitaban con la
lluvia. Mientras cerraba las puertas correderas, se entretuvo un rato mirando
la calle. Esa tarde caía una llovizna mansa, pero el viento sur convertía las
gotas de agua en chorros dispersos que calaban a los transeúntes y ponían del
revés las varillas de sus paraguas. Alguna papelera albergaba ya en su interior
varios de aquellos despojos de tela y metal.
El empedrado
parecía resbaladizo por la humedad. Un señor mayor apoyado en una cachava estuvo
a punto de caerse al suelo, menos mal que pasaba en ese momento un policía que
reaccionó rápido y pudo sujetarlo por un brazo. Las hojas caídas de los árboles
giraban alocadas sobre la acera formando remolinos. Ajenos a la lluvia, dos
chicos fumaban tranquilamente a la puerta de un bar de la plazuela. Vio a la
vecina del quinto con un plástico atado a la cabeza corriendo apurada tras la
bolsa que una ráfaga de viento acababa de arrebatarle de la mano. Cuando tras
varios amagos consiguió atraparla, volvió sobre sus pasos y se agachó a recoger
los excrementos que su Fox Terrier había dejado junto a una farola.
Sintió Ana de pronto un fuerte anhelo de formar parte de aquella escena
callejera.
Eran así
todas las noches de sábado en su barrio. Alegres, distendidas. Relajadas. Todo
lo contrario a cómo se sentía desde que empezó a vivir con Diego tres semanas
atrás. El joven se había instalado en su apartamento, casi sin preguntar. Una
mañana en un descanso entre las clases, la invitó a un café en el bar de la
Facultad y le comentó lo bien que estarían viviendo juntos; así se ahorrarían
un alquiler. En aquel momento, le pilló tan de sorpresa que no supo qué decir. Su
compañera de piso se había marchado hacía dos semanas a un Colegio Mayor y la
idea, así de pronto, no le pareció tan disparatada. Sus amigas siempre la
estaban diciendo que había vida más allá de las cuatro paredes de la
biblioteca. Desde el instituto, no se había vuelto a enrollar con ningún chico.
Además, desde que salía con Diego, había dejado de ser invisible para el resto
de alumnos, y era esa una sensación nueva y especialmente placentera para ella,
que siempre había sido una niña muy introvertida y vergonzosa. La tan modosita
Ana, siempre a la sombra de los demás, tan tímida y callada, por fin ocupaba un
lugar en el mundo, aunque fuera de consorte. Esa misma tarde el chico se
presentó con la mochila en su casa, metió de cualquier manera sus bártulos
entre la ropa de su armario y se tumbó con desparpajo sobre su colchón.
Todo había
comenzado tres meses antes. Diego, el chico más guapo de Derecho, según sus
amigas, empezó a sentarse a su lado en las clases. Al principio, le pareció que
tenía mucho morro, pidiéndole siempre los apuntes para hacer fotocopias. Ana no
faltaba a una sola clase y llevaba las materias puntualmente revisadas y
pasadas a limpio. Con títulos en mayúsculas, párrafos separados y frases
destacadas y subrayadas con rotuladores fosforito. Pero el muchacho tenía un
encanto especial y no supo negarse.
Era el alumno
más popular del centro; en la cafetería, el ganador absoluto en las partidas de
mus; y en las fiestas que cada viernes se organizaban con un motivo u otro, el
más simpático y divertido. En una de ellas, Ana, tras beberse unos chupitos de
un mejunje al que no estaba acostumbrada y cuyo nombre nunca recordó, terminó
por primera vez en su cama, en el piso que compartía con otros dos chicos.
Cuando se
levantó aquella mañana en el destartalado apartamento y pese a los intensos
pinchazos que le acribillaban la cabeza, le dio por ponerse a limpiar vasos
sucios, vaciar ceniceros repletos de colillas, fregar el suelo y la encimera de
la cocina… Ana era así. Desde bien chica, cuando su madre venía a darle el beso
de buenas noches, guardaba antes todos sus juguetes en las estanterías, quitaba
a su Barbie los tacones y dejaba a sus muñecas acostadas en sus literas y bien
tapaditas con sus mantas minúsculas.
Al terminar
de recoger, vio que eran casi las doce de la mañana y que en el apartamento de
Diego solo se oían ronquidos. Entonces decidió despertarle. Se puso a comerle
la polla ―este era uno de los consejos que daba
siempre Sandra; según ella, a los tíos era lo que más, por no decir lo único,
les gustaba―; pero antes exprimió unas naranjas que
encontró en un armario de la cocina. El chico, cómo no, le agradeció todo muchísimo:
la mamada y el zumo. Y se disculpó por el desorden del piso, asegurando que era
todo por culpa de sus dos compañeros y las fiestas que montaban casi cada día;
que por eso faltaba a algunas clases y que así era imposible estudiar.
Eso había
ocurrido hacía dos meses, y solo hacía tres semanas que se había mudado a su
casa. Ana presentía que todo había ido demasiado deprisa, que no estaba
preparada para un tipo de convivencia así. Pero sobre todo, empezó a ser
consciente de que no le gustaba nada su nuevo rol de criada y que su
rendimiento académico estaba empezando a bajar.
Cerró la
bolsa de la basura llena de latas de cerveza y cogió su paraguas transparente.
―¿Dónde vas?
Te has arreglado mucho, ¿no? ―le preguntó al verla entrar al
salón. Ana había pensado darle un beso y decirle que se marchaba, pero le
empezaron a atenazar las dudas al percibir en su voz un ligero tono de
reproche.
―Al bar de
Manu, si ya te lo dije. He quedado con Sandra y Laura para tomar algo y después
iremos al centro a dar una vuelta. ―Ana se sentía
acobardada. El llavero se le clavaba en la palma de la mano de tanto apretarlo
sin darse cuenta.
―¿Cómo? ¿Pero
no te quedas conmigo a ver el curling?
Que hoy es la final, nena. Anda, ven aquí, que te hago un sitio ―dijo él, poniéndose de costado en el sofá, palmeando con la mano el espacio
vacío.
Llevaban
viendo el dichoso Campeonato del
Mundo, retransmitido en directo desde Toronto, toda la
semana. El curling era un deporte que
practicaban por equipos unos tíos vestidos con trajes elásticos blancos de la
cabeza a los pies; tenían que lanzar una especie de disco sobre el hielo y
hacerlo rodar hacia otros discos, dejándolo lo más cerca posible de estos.
Parecido a la petanca. Más aburrido, imposible. Ana hubiera preferido meterse a
su cuarto a estudiar, pero él había insistido cada tarde en que aquello no se
lo podía perder.
En ese
preciso momento, sonó un pitido en el móvil. Era Sandra, su amiga. Leyó su
mensaje.
«Hoy no te escaqueas. O bajas o subo y te
saco de los pelos».
Y casi al
mismo tiempo, la voz de Diego. Su tono imperioso le anulaba.
―¡¡Ana, están
empatados, no te lo pierdas!! Vente para acá, cariño, que esto es la hostia.
Ah, y pilla unas cervezas de la nevera.
Ana escribió
precipitadamente en el móvil lo primero que se le ocurrió «acaban de llegar mis padres por sorpresa», lo silenció, se quitó el
anorak y la bufanda y cogió del frigorífico dos latas frías. Para no tomarlas
con el estómago vacío, sacó de un envoltorio unas lonchas de jamón y cortó en
taquitos un trozo de queso de cabra. Lo puso todo en una bandeja y volvió a la
sala, con una sonrisa triste. Otra vez se había dejado derrotar.
Porque era la
final del Campeonato aguantaría una noche más. Pero de mañana no pasaría. La
decisión de que Diego se fuera del piso estaba tomada. Ya solo dependía de que
se presentase una ocasión mejor.