domingo, 30 de abril de 2017

Mare nostrum

MARE NOSTRUM


La cabaña se alzaba en lo alto del acantilado que guarecía la aldea de la bravura del océano. A sus pies, un puñado de moradas de pescadores se resistía a duras penas al olvido. Una era la de los padres de Ernesto. Casi todas las demás habían sido abandonadas por sus propietarios, hastiados de la dureza de aquella vida. Sus tejados de uralita y las paredes de adobe se habían ido convirtiendo en un amasijo informe de escombros donde en invierno jugaban los únicos niños que quedaban en la aldea: los hermanos Damián, Ernesto y Miguelín. Esto ocurría los fines de semana, cuando volvían del internado. Eso sí, solo cuando el padre estaba faenando con el bote y la madre vendiendo el género en su puesto del mercado, que distaba cinco kilómetros de allí.

A los tres hermanos les fascinaba la cantidad de tesoros que hallaban entre tanta ruina. Pero en cuanto oían a lo lejos el motor de la furgoneta de su madre o intuían la figura del padre empujando su carretilla cargada de peces por el camino que bordeaba la colina hasta el bocal, salían disparados hacia la casa.
—¿Qué habéis estado haciendo hoy, niños? —les preguntaba la madre mientras descargaba las cajas vacías. Y siempre contestaban que después de terminar los deberes, habían ido a recoger conchas en la orilla. Así justificaban la suciedad de sus manos y la arenisca pegada en la rodillera de los pantalones.
—A la cabaña de la colina ni os acerquéis —les repetía siempre con voz severa—. No es lugar para niños. Os podríais lastimar.
Lo cual no hacía más que acrecentar su curiosidad.
Las incursiones por los alrededores les iban aproximando cada vez más a aquel sitio. El sábado por la mañana, Dimas había lanzado un pedrusco contra una de sus ventanas. Cuando Ernesto se acercó a asomarse por el agujero abierto, un crujido en las tablas del suelo y unas cortinas sucias batiéndose contra los cristales le erizaron el vello de la nuca y le hicieron dar un respingo. Agarró a Miguelín de la mano y tiró de él colina abajo hasta llegar a la plaza. Allí se sentaron a recuperar el resuello junto al lavadero y le hizo prometer que no contaría nada a sus padres. El pobre estaba temblando y le juró que nunca más regresaría a aquel horrible lugar. Medio lloroso corrió a refugiarse a la cocina.
Dimas apareció bastante más tarde, con las manos en los bolsillos de su pantalón de arpillera, silbando y pateando los guijarros del camino. No parecía asustado.
¿Vi-vi-vienes de la ca-ca-casa de la co-co-colina? —Al articular la frase, Ernesto se dio cuenta de que aún no se le había pasado el susto.
—Pues claro; y mañana volveré. —«Los hermanos mayores, por lo visto, nunca tienen miedo de nada», pensó el chiquillo—. Tú qué, ¿vendrás conmigo o estás cagao de miedo como los niños chicos? —prosiguió, apoyando la espalda contra el muro mientras se hacía el interesante rumiando una ramita, como solía hacer el padre después de comer.
Menos mal que oyeron a lo lejos las voces de la madre llamándoles para la cena y no le dio tiempo a contestar. Seguro que habría seguido tartamudeando.
Los sábados por la tarde los pasaban en familia, jugando a las cartas o al parchís, dando una vuelta por la playa, recogiendo bayas por los matorrales del camino… Y los domingos por la mañana subían todos en la furgoneta para ir a misa al pueblo. Cuando terminaba, solían sentarse en la tasca a beber unas gaseosas y después les compraban unos cucuruchos de garrapiñadas.
Guardadlos para el postre, niños. La comida la haremos en casa, no es cosa de andar tirando el dinero por ahí, que somos muchas bocas que alimentar decía siempre el padre. A los chicos eso no les importaba. Después de comer un riquísimo pescado al horno con ajos fritos y patatas crujientes, los padres se acostaban a echar la siesta. Tenían entonces varias horas por delante hasta que la camioneta que recogía a los escolares de los pueblos de la zona viniera a buscarlos.
No hay moros en la costa oyó Ernesto decir a Dimas, que se había asegurado de que sus padres estuvieran roncando.
Miguelín se hizo el dormido en el sofá, pero Ernesto no pudo negarse a acompañarle; ya estaba en cuarto curso, ya era casi un hombre. Aquella tarde el sol pegaba con ganas, y tardaron casi una hora en subir hasta la cima. Cuando llegaron arriba, se sentaron en una roca a dar un trago de la cantimplora y recuperar el aliento.  Con mucha prudencia, Ernesto se arrimó al borde del acantilado para contemplar cómo las olas batían con su espuma blanca las rocas. Pudo sentir la tirantez de la sal en su cara, el sabor del mar en los labios. Contempló el color acerado del océano, el graznido tumultuoso de las gaviotas, la brisa con olor a algas. Y el desplome de la puerta tumbada por Dimas a patadas.
Entonces se acercó a la ventana que su hermano había roto con una piedra el día anterior. Antes de hacerse a la oscuridad, pudo oír sus pasos vacilantes sobre las tablas podridas. Después le vio, confiado, dando saltos sobre un colchón mohoso, con las manos en los bolsillos de su pantalón de arpillera y mascando un palito de madera. Y por último un fuerte craaack, o boom, no sabría reproducir aquel ruido; un túnel que se abría en el suelo y se tragaba a Dimas, el colchón y la tarima de la estancia, Todo escurriéndose en dirección al mar, como por un desagüe. Con su hermano dentro.
Cuando cesó el estrépito de la caída y se apagó el alarido de terror de su hermano, Ernesto volvió a escuchar los mismos sonidos de antes: el bramido furioso de las olas contra el acantilado, el triste ulular del viento, la escandalera de las gaviotas.

Como si no hubiera ocurrido nada.