MARE NOSTRUM
La cabaña se alzaba en
lo alto del acantilado que guarecía la aldea de la bravura del océano. A sus
pies, un puñado de moradas de pescadores se resistía a duras penas al olvido. Una
era la de los padres de Ernesto. Casi todas las demás habían sido abandonadas
por sus propietarios, hastiados de la dureza de aquella vida. Sus tejados de
uralita y las paredes de adobe se habían ido convirtiendo en un amasijo informe
de escombros donde en invierno jugaban los únicos niños que quedaban en la
aldea: los hermanos Damián, Ernesto y Miguelín. Esto ocurría los fines de
semana, cuando volvían del internado. Eso sí, solo cuando el padre estaba
faenando con el bote y la madre vendiendo el género en su puesto del mercado,
que distaba cinco kilómetros de allí.
A los tres hermanos les
fascinaba la cantidad de tesoros que hallaban entre tanta ruina. Pero en cuanto
oían a lo lejos el motor de la furgoneta de su madre o intuían la figura del
padre empujando su carretilla cargada de peces por el camino que bordeaba la
colina hasta el bocal, salían disparados hacia la casa.
—¿Qué
habéis estado haciendo hoy, niños? —les preguntaba la madre mientras descargaba
las cajas vacías. Y siempre contestaban que después de terminar los deberes,
habían ido a recoger conchas en la orilla. Así justificaban la suciedad de sus
manos y la arenisca pegada en la rodillera de los pantalones.
—A la
cabaña de la colina ni os acerquéis —les repetía siempre con voz severa—. No es
lugar para niños. Os podríais lastimar.
Lo cual no
hacía más que acrecentar su curiosidad.
Las incursiones
por los alrededores les iban aproximando cada vez más a aquel sitio. El sábado
por la mañana, Dimas había lanzado un pedrusco contra una de sus ventanas.
Cuando Ernesto se acercó a asomarse por el agujero abierto, un crujido en las
tablas del suelo y unas cortinas sucias batiéndose contra los cristales le
erizaron el vello de la nuca y le hicieron dar un respingo. Agarró a Miguelín
de la mano y tiró de él colina abajo hasta llegar a la plaza. Allí se sentaron
a recuperar el resuello junto al lavadero y le hizo prometer que no contaría
nada a sus padres. El pobre estaba temblando y le juró que nunca más regresaría
a aquel horrible lugar. Medio lloroso corrió a refugiarse a la cocina.
Dimas
apareció bastante más tarde, con las manos en los bolsillos de su pantalón de arpillera,
silbando y pateando los guijarros del camino. No parecía asustado.
―¿Vi-vi-vienes de la ca-ca-casa
de la co-co-colina? —Al articular la frase, Ernesto se dio cuenta de que aún no
se le había pasado el susto.
—Pues
claro; y mañana volveré. —«Los hermanos mayores, por lo visto, nunca tienen
miedo de nada», pensó el chiquillo—. Tú qué, ¿vendrás conmigo o estás cagao de miedo como los niños chicos?
—prosiguió, apoyando la espalda contra el muro mientras se hacía el interesante
rumiando una ramita, como solía hacer el padre después de comer.
Menos mal
que oyeron a lo lejos las voces de la madre llamándoles para la cena y no le
dio tiempo a contestar. Seguro que habría seguido tartamudeando.
Los sábados
por la tarde los pasaban en familia, jugando a las cartas o al parchís, dando
una vuelta por la playa, recogiendo bayas por los matorrales del camino… Y los
domingos por la mañana subían todos en la furgoneta para ir a misa al pueblo.
Cuando terminaba, solían sentarse en la tasca a beber unas gaseosas y después
les compraban unos cucuruchos de garrapiñadas.
―Guardadlos para el postre,
niños. La comida la haremos en casa, no es cosa de andar tirando el dinero por
ahí, que somos muchas bocas que alimentar ―decía siempre el padre. A los
chicos eso no les importaba. Después de comer un riquísimo pescado al horno con
ajos fritos y patatas crujientes, los padres se acostaban a echar la siesta.
Tenían entonces varias horas por delante hasta que la camioneta que recogía a
los escolares de los pueblos de la zona viniera a buscarlos.
―No hay moros en la costa ―oyó Ernesto
decir a Dimas, que se había asegurado de que sus padres estuvieran roncando.
Miguelín se
hizo el dormido en el sofá, pero Ernesto no pudo negarse a acompañarle; ya
estaba en cuarto curso, ya era casi un hombre. Aquella tarde el sol pegaba con
ganas, y tardaron casi una hora en subir hasta la cima. Cuando llegaron arriba,
se sentaron en una roca a dar un trago de la cantimplora y recuperar el
aliento. Con mucha prudencia, Ernesto se
arrimó al borde del acantilado para contemplar cómo las olas batían con su
espuma blanca las rocas. Pudo sentir la tirantez de la sal en su cara, el sabor
del mar en los labios. Contempló el color acerado del océano, el graznido
tumultuoso de las gaviotas, la brisa con olor a algas. Y el desplome de la
puerta tumbada por Dimas a patadas.
Entonces se
acercó a la ventana que su hermano había roto con una piedra el día anterior.
Antes de hacerse a la oscuridad, pudo oír sus pasos vacilantes sobre las tablas
podridas. Después le vio, confiado, dando saltos sobre un colchón mohoso, con
las manos en los bolsillos de su pantalón de arpillera y mascando un palito de
madera. Y por último un fuerte craaack, o boom, no sabría reproducir aquel
ruido; un túnel que se abría en el suelo y se tragaba a Dimas, el colchón y la
tarima de la estancia, Todo escurriéndose en dirección al mar, como por un
desagüe. Con su hermano dentro.
Cuando cesó
el estrépito de la caída y se apagó el alarido de terror de su hermano, Ernesto
volvió a escuchar los mismos sonidos de antes: el bramido furioso de las olas
contra el acantilado, el triste ulular del viento, la escandalera de las
gaviotas.
Como si no
hubiera ocurrido nada.