EPISODIO I
Parecía
tan hambriento, tan desplumado el pollo aquel, que Calimero enseguida se sintió
conmovido.
—Toma
esta lombriz —le ofreció, gustoso— que yo acabo de nacer y aún no tengo
apetito. —Y con las tripas rutándole, vio cómo el cuco engullía su desayuno sin
decir gracias ni nada.
A
continuación, este abrió el pico hacia el cielo, piando como un energúmeno,
exigiendo más. La mamá iba y venía, agotada, trayendo más insectos para aquel
grandullón que abultaba el triple que ella. No aprobaba Calimero los modales
del primogénito, pero siguió compartiendo con él sus miguitas, por ganarse su
cariño y sentirse menos solo. Era extraño que no hubiera más huevos allí.
Cuando
se sintió saciado, el cuco se repantigó todo lo largo que era. A punto estuvo
de tirarle fuera del nido.
—Eh,
no empujes —protestó Calimero.
Pero
el cuco ni se inmutó.
—Mira,
canijo —eructó, señalando con un ala el suelo—. ¿Ves esos huesos y plumas de
ahí abajo? Pues como me cabrees mucho te mando a reunirte con tus hermanitos,
¿estamos?
Lloroso,
Calimero se acurrucó en una esquinita y antes de cerrar los ojos se ajustó el
cascarón a la cabeza, por si acaso.
Y
menos mal.