COMO GUSTÉIS
El
mismísimo día del entierro del duque de Bois, la convivencia en palacio comenzó
a hacerse insoportable. Bien es cierto que el aparente sosiego que reinaba
entre aquellos muros (que por muy de piedra de sillería que fueran se oía todo)
no se parecía ni de lejos a lo que el difunto hubiese querido.
El
desmadre comenzó apenas abandonaron el camposanto. El heredero, Oliverio, se
vino arriba con su nuevo estatus y Orlando, el hermano menor, habiéndose
librado por fin del férreo control parental «que si a ver cuándo
aprendes a galopar como Dios manda, que si no comas el jabalí con los dedos,
que qué horas son estas de llegar al ducado» se largó a vivir a una
cabaña del bosque con su novia Rosalinda, bisexual ella y, por qué no decirlo,
un poco puta también, que en cuanto se aburrió
de magrearse con los pastores de por allí invitó a su prima Celia a pasar unos días
con ellos.
Total,
que un día amaneció Orlando en el suelo enredado en un lío de brazos, trenzas y vaginas abiertas. Y mientras
contemplaba en un espejo su barba enmarañada y las ojeras que afeaban su rostro
juvenil, se dijo: ¡Basta! Bueno, también influyó el acordarse de que en breve
comenzaría el torneo anual de tiro al arco. Y eso no pensaba perdérselo.
—Oye, Rosalinda —dijo echándole un jarro de agua en la cara a la muchacha,
que roncaba hecha un ovillo sobre una esterilla—, que me vuelvo a la corte. Me
apetece darme una ducha. Tú qué haces, ¿te vienes o qué?
La joven se frotó la cara y vio que Orlando iba en serio; miró a los pastores
que pululaban alrededor y a su prima despatarrada y, con una resaca que
tardaría días en quitar, decidió seguirlo.
E hizo muy, pero que muy bien. Porque a Oliverio le dio por abrazar la fe,
irse a un convento, mandarlo todo a tomar por saco y dejarle el ducado en
herencia a Orlando. Y así se cumplió su destino de convertirse en duquesa,
porque «aunque no lo sepamos, desde que
nacemos, la suerte está echada», como dijo Julio César.