AGOSTO
Eugenio yacía
en una camilla arrimada a una pared de la sala de espera. Junto a él, otros dos
ancianos y una señora gruesa, no tan mayor, aguardaban en sendos bancos de
plástico a ser atendidos por el personal de Urgencias. Cada uno de ellos sujetaba
en su regazo una bolsa de viaje. Uno de los viejos dormitaba con la cabeza
caída hacia delante; el otro garabateaba la página de pasatiempos del
periódico, mordiéndose la lengua; la señora gruesa se miraba la punta de los
zapatos, aburrida.
Charo, la
mujer que le acompañaba, se había visto sorprendida por la presencia inesperada
del doctor («qué joven parece, tendrá la misma edad que Gonzalito», pensó)
justo cuando estaba intentando subir una maleta a la camilla.
—Disculpe,
señora, ¿necesita ayuda? —le preguntó el médico, agarrando el asa y tirando del
bulto hacia arriba.
—¿Có-cómo
dice? —se había sobresaltado ella. Cuando se fijó en la bata verde y la tarjeta
que llevaba prendida a la solapa, «Dr. Javier Zurita. Servicio de Nefrología»,
le dio un vuelco el corazón y notó que le subía la sangre a la cara; lo último
que se le habría ocurrido es que acudiera un médico tan rápidamente. A esas
horas de la mañana, la sala siempre estaba abarrotada.
—Eeestooo…
—acertó a musitar—. No, nada, gracias. Ya me iba —dijo echando una mirada al
móvil que tenía en la mano. «Uf, las ocho menos diez, ¡voy a perder el avión!».
—Un momento,
por favor. Este señor de aquí —El doctor señaló a Eugenio—, ¿ha venido con
usted? ¿Qué problema tiene? ¿Es familiar suyo?
Le sudaban
tanto las manos a Charo que decidió esconderlas en el interior de su chaqueta
de lino para secarlas disimuladamente. Intentó decir algo, pero se había
quedado muda.
—Aaayyy,
doctor, estoy muy mal… —El hilillo de voz provenía de la camilla. Charo se
sintió levemente aliviada—. Tengo un dolor horrible aquí —Eugenio se palpó el
abdomen— y aquí —ahora se dio unas palmaditas en el corazón— y aquí...
La señora
gruesa dejó de interesarse por sus zapatos y se acomodó en el asiento para
seguir atenta la conversación.
El doctor se
volvió hacia el enfermo. Tenía unas ojeras enormes. Sacó un palito de un envase
de plástico que llevaba en el bolsillo de la bata y le examinó la boca.
—La lengua
está limpia. —Miró interrogativo a la mujer, que en ese momento estaba tecleando
en el móvil—. ¿Me oye, señora? ¿Cuál es el motivo que les ha traído aquí?
A Charo se le
daba fatal improvisar y no sabía mentir.
—Verá, yo…
Eugenio salió
en su ayuda.
—¿Pero es que
no me ha oído, doctor? Tengo la tensión bajísima y unos calambres horrorosos
que me van desde el pecho hasta la cintura. Es un malestar general, me duele
todo. Menos mal que este señor —dijo apuntando con un dedo al viejo que en ese
momento ojeaba las esquelas— me ha cedido su camilla. Si no, me habría
desmayado.
Como ya había
completado el Sudoku y leído las noticias varias veces, el del periódico se
atrevió a intervenir.
—Con su
permiso, doctor. Este hombre tiene muy mal aspecto, fíjese qué ojeras. Yo diría
que puede tratarse de alguna complicación pulmonar. ¿Fuma usted, amigo?
El médico
buscó en sus bolsillos, sacó una linternita y abrió con el pulgar y el índice
los párpados del viejo. Dirigió la luz a la retina. Cuando apartó la mano de su
cara, tenía los dedos tiznados de negro.
—Pe-pero ¿qué
broma es esta? —exclamó, aturdido—. Oiga, señora… —Pero cuando se giró para
preguntarla, ya se había esfumado.
El del
periódico se compadeció.
—Es usted
nuevo, ¿verdad, doctor… Zurita? —Se dirigió a él con voz paternal.
—Bueno, sí,
me he incorporado hace un par de días —contestó, sorprendido por la pregunta—.
Aprobé con nota el examen de Médico Residente —añadió con orgullo— y voy a
hacer las prácticas en este hospital. De momento, como ve, cubriendo las
guardias. A los más veteranos les cuesta lo de hacer turnos. Pero —prosiguió, intrigado—,
¿por qué lo dice? ¿Tanto se me nota? ¿Y por qué —inquirió algo enfadado al de
la camilla— se ha pintado usted de negro las ojeras? ¿Es que quiere hacerse el
enfermo y pasar la noche en el hospital?
El anciano de
la camilla suspiró con tristeza. Se incorporó hasta quedar sentado y se frotó
con el puño las mejillas para eliminar la pintura.
—No, desde
luego que no. Donde yo quisiera estar es en mi casa del pueblo. Pero desde que
se derrumbó el tejado no he vuelto por allí.
—¿Había
estado antes en este centro, don…?
—Eugenio
Valle. Ya lo creo que sí, doctor. Varias veces, por desgracia, en los últimos
años.
—Luego pediré
su historial, pero antes dígame, ¿tiene alguna dolencia cardíaca?
¿Complicaciones respiratorias? ¿Recuerda en qué planta estuvo ingresado?
—Bueno, el
verano pasado estuve quince días en Traumatología y otros quince en Oncología.
Pero donde más simpáticas son las enfermeras es en la Unidad de Neonatos.
Aunque allí hace demasiado calor.
El doctor
escrutó su rostro detenidamente. Aquel hombre le desconcertaba, pero no parecía
que estuviera bromeando. Quizá solo fuera demencia senil.
—Oh, entonces
ha tenido usted un nieto hace poco…
—No, qué va.
Mi único nieto, Gonzalito, ya está en la Universidad. Es el hijo de Gonzalo. Mi
otra hija, Pilar, no pudo tener niños. Mejor así, menuda pécora.
—¿Son sus
hijos, Gonzalo y Pilar? —interrumpió la señora gruesa—. Yo también me llamo
Pilar. Tata Piluchi, me dicen mis nietos. Solo se acuerdan de mí cuando les
falta dinero —balbuceó con los ojos empañados.
El doctor,
conmovido, tendió un kleenex a la mujer. Por lo visto llevaba
de todo en los bolsillos de su bata. Se quedó dudando unos instantes, antes de
preguntar.
—¿Sufrió
entonces una caída hace un año, se fracturó algún hueso?
—No, no. De
hecho, a mis ochenta años, no necesito ni bastón. Y salgo a pasear por el
parque todos los días.
—¿Qué tipo
de… ejem… tumor le diagnosticaron?
—¿Cáncer? No,
gracias. Hace dos años aproveché mi estancia en el Servicio de Dermatología
para quitarme dos lunares de aquí —se señaló el cuello—, pero eran benignos.
El médico
estaba cada vez más confundido. Si el tipo aquel estaba sano y fuerte, ¿qué
demonios hacía tumbado en la camilla de un hospital?
—Disculpe,
Eugenio, pero no entiendo. ¿Tiene algún síntoma que no me haya contado? ¿Por
qué ha venido usted a Urgencias?
Se hizo un
silencio. El del periódico lo abrió y ocultó la cara en las páginas de
deportes. Pilar seguía enjugándose los ojos, cada vez más abatida. Por fin
Eugenio habló.
—Perdone,
doctor, olvidaba que es usted nuevo. Normalmente nos recibe el Dr. Bermúdez,
que enseguida nos busca una habitación vacía en alguna planta. ¿Está de
vacaciones?
—Está en un
congreso en Milán —repuso acalorado—. ¿Es amigo suyo Bermúdez? ¿Qué significa
eso de que les busca una habitación? Esto no es un hotel, señor, pero de eso ya
se habrá dado cuenta, ¿verdad?
—¿Ni Bermúdez
ni nadie le han explicado a usted…?
—¿Qué es lo
que me tienen que explicar? —respondió visiblemente enojado, poniendo los
brazos en jarras.
—Verá, doctor
—Eugenio bajó la voz—, cuando llegan las vacaciones, nuestros hijos se deshacen
de nosotros para irse a la costa. A mí, la primera vez, me dejaron en una
gasolinera con un puñado de billetes para pagar la pensión. Siempre es más
barato que una residencia. Me pasé toda la noche llorando en el lavabo, hasta
que me quedé dormido. Al día siguiente me encontró la limpiadora tiritando en
el suelo.
El médico no
daba crédito a sus palabras, pero al ver cómo asentían los otros dos y reparar
en las bolsas de deporte que apretaban entre sus manos, comprendió. Jamás se
habría imaginado que la historia esa de la gasolinera pudiese llegar a ser
cierta, ni que los hijos fueran abandonando a los abuelos en hospitales para
irse a la playa.
—Esa vez sí
que estuve pachucho de verdad. Una neumonía grave. La policía localizó a
Gonzalo y su mujer en un hotel de Benidorm. Le ahorro el resto del relato, no
quiero aburrirle. Desde entonces, simulo estar enfermo y me paso el mes de
veraneo en algún centro sanitario. He llegado a un acuerdo con ellos en ese
sentido, y así al menos no me dejan tirado en cualquier sitio. No se está tan
mal, ¿sabe? y en agosto suelo coincidir con Dimas —señaló al viejo del
periódico, que hizo un gesto de disculpa dirigido al médico—. Es Charo, mi
nuera, la que me deja en Urgencias y luego se va; Gonzalo siempre fue un
cobarde. Hoy la ha pillado usted por los pelos, supongo que ya estarán en el
aeropuerto. Creo que iban a Canarias, pero no sé a qué isla. La verdad, me
importa un carajo.
«Doctor Zurita, doctor Zurita, acuda a Recepción, por favor».
El doctor se
excusó ante los ancianos y se alejó tambaleante por el pasillo, sintiendo una
presión en el pecho que no le dejaba respirar.