TRASPIÉS
La
culpa de hallarse Eutimio ahora escayolado en casa fue del puñetero escalón.
Seguro que lo hizo algún inútil, que no es la primera vez que tropieza cuando
regresa de la tasca y se cae. No se calculó bien la altura desde la acera al
escalón y desde este adentro, deberían haber sido equidistantes. Tampoco cabe
bien un pie y como tiene un bordillo con relieve por debajo, la puntera del
zapato de Eutimio ―que
calza un 46, no está mal― al dar el paso hacia adelante ―algo inestable después de haberse trasegado unos
chatos― se queda trabada antes de llegar a apoyarla y ¡hala!,
la caída la tiene garantizada. Que otras veces no pasó de un rasguño en la
rodilla, una muñeca torcida o un moratón en la cara, pero ayer, caramba qué mala
suerte, fractura de tibia y peroné.
Pero
dentro de lo malo, se intenta animar el hombre pensando que podría haber sido
peor: podía haberse roto la crisma, haberse matado. Y ahora sus cenizas reposarían
en una urna, en un nicho cualquiera del columbario del cementerio, con una
chapita ―que pronto se oxidaría― donde habrían grabado su nombre; dos fechas, la del inicio y
la del final; y «tus sobrinos no te olvidan». Y unas flores baratas―«mejor
de plástico,
que duran más»― que, con el tiempo, no perderían sus hojas, pero
se irían marchitando igual.