SOLAZ
Los lunes y jueves, a eso de las cinco,
Vincent besa en la frente a Florence, su mujer, que está viendo un programa de
recetas en la tele, y sale a dar una vuelta con su bici eléctrica. Pedalea lo
justo, prefiere tirar de motor; total, luego lo deja enchufado en el garaje de
casa toda la noche y listo. Además, el barrio donde viven está entero lleno de
cuestas y va notando que ya no es un chaval y que los años y los kilos pesan.
Lo que tiene claro, de todos modos, es que a estas alturas a lo de cansarse
tontamente no le ve ningún interés.
Al cabo de dos horas, regresa a casa
congestionado y sudoroso, saluda desde la puerta a Florence, se mete a toda
prisa en la ducha y se queda allí, bajo el chorro de agua caliente, sintiendo
en su piel la lengua, las caricias, los mordiscos y arañazos de Étienne, hasta que
ella entra y le dice que ya está bien, que termine de una vez, que lleva no se
sabe cuánto tiempo, que menudas ronchas le están saliendo por el cuerpo y que
salga ya, que el gas y el agua no recuerda ella que los haya puesto gratis el
ayuntamiento. Después, se sientan a la mesa de la sala a comer queso, nueces y
miel, una cena ligera antes de acostarse, desearse buenas noches, ponerse los
tapones en los oídos para no oírse los ronquidos y echarse a dormir dándose la
espalda, como siempre.