GAME OVER
¡Cómo se le iluminaban los ojos a Nacho cuando le recordaba nuestros piques y nuestros juegos! De niños, nunca se cansaba de jugar conmigo al parchís, confiando en que alguna vez ganaría, cosa que nunca ocurrió. Solo por hacerle rabiar, le distraía con cualquier excusa y cuando no estaba mirando el tablero, le movía sus fichas varias casillas atrás o se las comía, contando intencionadamente mal. Solo le sacaba tres años, pero era muy divertido verle de morros cuando le hacía trampas. Más adelante, también le mangoneé canicas, cromos difíciles de conseguir o algún soldadito que me faltaba en mi colección. Ya más crecidos, sin embargo, empecé a intuir por su mirada pícara cuando jugábamos al póquer que él sabía chetar más y mejor que yo.
Las tardes
que no estaba dormido y me permitían entrar a su habitación, le decía también
que pronto volveríamos a echar un pin-pon, a jugar al ajedrez, a dar patadas al
balón con los nietos. «En cuanto te den el alta», musitaba, tragándome las
lágrimas. En alguna de esas ocasiones me pareció que me sujetaba la mano con la
suya huesuda, llena de venas azules, y pugnaba por echar un pulso para luego aflojar y dejarla caer, desmayada, sobre la
sábana; y esas veces se me nublaba la mirada al ver cómo el brillo de sus ojos
se apagaba.