FLECHAZO
Nadie
es perfecto y esta noche, sin duda, Cupido el que menos. Ahora mismo está que
no sabe dónde meterse, le está cayendo una bronca de primera. Sabía
perfectamente que no hacía falta que viniera a la pedida de mano, que su
intervención entre Bosco y Lucrecia había culminado con éxito, que la cena a la
luz de las velas a base de flores de alcachofa, chupitos de calabacín y lonchas
de ibérico estaba yendo como la seda.
Pero
quiso ser testigo, por una vez, de tanto amor, disfrutar del trabajo bien hecho
y se escondió debajo de la mesa. Y cuando estaba Bosco con una rodilla casi
clavada en el suelo, a punto de ponerle el anillo de diamantes a Lucrecia, se
dio cuenta de que la oía sin escucharla, que sus dedos entrelazados no le
estremecían, que su melena ya no le olía a jazmín ni sus labios le parecían
lujuria, volcán, fuego. Y que aunque intentase mirarla ya no la veía, pues sus
pupilas se habían albergado para siempre en los ojos color violeta de Melissa,
la sommelier, que
en ese momento, con las manos temblorosas, derramaba sin querer un poco de
champán sobre el mantel.