RECAÍDA
No es tan difícil. Prueba a
levantarte de la toalla, caminar hacia la orilla —a paso rápido pues la arena está
quemando—, meterte
en el mar y sumergirte entero aprovechando una ola que rompe a tu altura. Se
ve, además, que el agua está buenísima: hay un montón de gente chapoteando, jugando
a la pelota o haciendo la plancha. Verás qué gozada es darse un buen chapuzón
ahora que aprieta tanto el calor.
Pero eso sí, cuando salgas,
dirige la vista a la sombrilla donde estabas tumbado. Camina directo hacia
allí, sin desviarte, con la mirada fija al frente, sin girar los ojos a los
lados, sin prestar atención a ese centauro que, acompañado de un ser extraño,
te va a interpelar «oiga,
señor, ayúdenos, por favor; a mi hijo se le han perdido los brazos, no los
encuentra»…
y sigue andando, impertérrito, hacia adelante. Déjale atrás con sus súplicas,
sus ruegos, sus llantos. No le hagas caso porque algo me dice que, si te paras
a escucharle, si te ven hablando, gesticulando, volverán a llevarte a la
consulta del doctor Percival, a atiborrarte de pastillas, a atarte con correas
a la cama de ese sanatorio de la sierra, de paredes blancas y olor a lejía.