TARDE DOMINICAL
Lo tiene asumido Harold que
llevar la contraria a su nonagenaria madre solo conduce a que se ponga
histérica, empiece a chillar, le suba la tensión y le amenace con morirse por
su culpa. Así que los domingos ―«los
domingos es obligatorio salir a divertirse», repite siempre la vieja―
después de acudir al servicio religioso con el traje negro de ir a estos actos
y a los entierros, regresa a casa. Pero ni atravesar la puerta le deja la
mujer.
―Hale,
a pasarlo bomba ―le dice, mientras le cuelga
del antebrazo una cesta de mimbre cubierta con una servilleta de cuadros
blancos y rojos―, que ya quisiera yo poder irme de picnic. Tú disfruta
con tus amigos, hijo, y a ver si te echas novia, que estás hecho un pimpollo.
Pero a Harold lo que le apetecería hacer es
quedarse tranquilamente en casa ―como hace todos
los días― podando los arbustos del jardín trasero,
leyendo una revista de ovnis o de bricolaje, o mirando al hámster correr
incansable en su rueda. Esto le encanta. Además no tiene amigos y lo de las
chavalas, a sus setenta y pico años, tampoco lo ve. Aun así, besa a la madre en
la mejilla, le dice adiós con la mano desde la ventanilla del bus hasta que la
pierde de vista y se apea en el parque.
Allí lo primero que hace es ir hacia la zona
de árboles. Se sienta apoyado en un tronco, saca de la cesta los sándwiches y
se dedica a trocear en cachos muy pequeños las lonchas de queso y mortadela para
ir tirándoselos a las ardillas. Después, se dirige al estanque, donde le aguardan
en la orilla los patos, y se pone a echarles migas diminutas. Es un proceso que
lleva a cabo minuciosamente Harold, sin prisa ninguna; vamos, que le ocupa
media tarde. De hecho, hasta los pobres animales se enervan, se impacientan con
él y le increpan exigentes ¡CUA CUA CUA! por el ansia que les da ver caer con
cuentagotas las migas de la cesta del tío este de los domingos. No hay derecho,
y no saben las aves si alegrarse al verle o liarse a picotazos con él. Un
suplicio es lo que es. Si los patos pudiesen opinar, posiblemente dirían que,
si no es maltrato animal, poco le falta para serlo.
Y cuando termina de alimentar a la fauna del
parque, mira el reloj, luego mira el cielo y se alegra de ver que en breve irá
oscureciendo. Se va entonces para la parada del bus, se sienta con su cuaderno
de pasatiempos, se pone a hacer crucigramas y sopas de letras y espera paciente
hasta que, por fin, llegue la hora del regreso.