miércoles, 29 de mayo de 2024

Tarde dominical

TARDE DOMINICAL

Lo tiene asumido Harold que llevar la contraria a su nonagenaria madre solo conduce a que se ponga histérica, empiece a chillar, le suba la tensión y le amenace con morirse por su culpa. Así que los domingos «los domingos es obligatorio salir a divertirse», repite siempre la vieja después de acudir al servicio religioso con el traje negro de ir a estos actos y a los entierros, regresa a casa. Pero ni atravesar la puerta le deja la mujer.

Hale, a pasarlo bomba le dice, mientras le cuelga del antebrazo una cesta de mimbre cubierta con una servilleta de cuadros blancos y rojos, que ya quisiera yo poder irme de picnic. Tú disfruta con tus amigos, hijo, y a ver si te echas novia, que estás hecho un pimpollo.

Pero a Harold lo que le apetecería hacer es quedarse tranquilamente en casa como hace todos los días  podando los arbustos del jardín trasero, leyendo una revista de ovnis o de bricolaje, o mirando al hámster correr incansable en su rueda. Esto le encanta. Además no tiene amigos y lo de las chavalas, a sus setenta y pico años, tampoco lo ve. Aun así, besa a la madre en la mejilla, le dice adiós con la mano desde la ventanilla del bus hasta que la pierde de vista y se apea en el parque.

Allí lo primero que hace es ir hacia la zona de árboles. Se sienta apoyado en un tronco, saca de la cesta los sándwiches y se dedica a trocear en cachos muy pequeños las lonchas de queso y mortadela para ir tirándoselos a las ardillas. Después, se dirige al estanque, donde le aguardan en la orilla los patos, y se pone a echarles migas diminutas. Es un proceso que lleva a cabo minuciosamente Harold, sin prisa ninguna; vamos, que le ocupa media tarde. De hecho, hasta los pobres animales se enervan, se impacientan con él y le increpan exigentes ¡CUA CUA CUA! por el ansia que les da ver caer con cuentagotas las migas de la cesta del tío este de los domingos. No hay derecho, y no saben las aves si alegrarse al verle o liarse a picotazos con él. Un suplicio es lo que es. Si los patos pudiesen opinar, posiblemente dirían que, si no es maltrato animal, poco le falta para serlo.

Y cuando termina de alimentar a la fauna del parque, mira el reloj, luego mira el cielo y se alegra de ver que en breve irá oscureciendo. Se va entonces para la parada del bus, se sienta con su cuaderno de pasatiempos, se pone a hacer crucigramas y sopas de letras y espera paciente hasta que, por fin, llegue la hora del regreso.