PICO Y PALA
La mañana que vio a Eleonora
cruzando en bici el parque donde se hallaba podando rosales, a Brian se le
iluminó la mirada. Supuso por tanto un paso de gigante para él que, a los pocos
días, la joven aceptase su invitación —un tanto ruborizada— de ir
juntos al cine. No entraremos en detalles de cómo averiguó todo sobre la
muchacha, cómo se las apañó para acercarse a ella, las tretas que hubo de
llevar a cabo para colarse en el prestigioso campus de Cambridge y asistir a
clase sin estar matriculado, su habilidad para agenciarse al descuido ropa de
marca, lo bien que lo organizó para acudir en su auxilio en el preciso momento —cuando
acababa de pinchar, ¡vaya fatalidad!, la rueda de su bici bajo una tormenta— o las
horas dedicadas a memorizar chistes, anécdotas y cotilleos de sociedad. «El
hecho es que», se
dijo sonriendo para sus adentros mientras se arreglaba antes de acudir a su
cita, «la
chica ya está en el bote».
No le importó a Brian ir a
buscar cada día a su prometida. Y semana tras semana, mes tras mes, año tras
año, esperar tres y hasta cuatro horas en la puerta de su cottage mientras se peinaba, se vestía, se perfumaba, lloviese o
tronara. «También
me mojo currando y me aguanto», se consolaba. Pero lo peor de todo fue sacar a diario a sus
mascotas, dos chimpancés, a bosques de robles, fresnos y arces, situados cada
vez más lejos de la casa, «para que los pobres no se aburran de trepar siempre los
mismos árboles»,
decía Eleonora, muy implicada con el bienestar animal.
Y acostumbrado a flirteos exprés
con chicas borrachas, a conquistas consumadas en los baños del pub, a ligues de
aquí te pillo aquí te mato, a dormir solo, despertar resacoso y trabajar de
jardinero toda la jornada, le daba mucho ánimo a Brian para continuar
cortejándola la expectativa, cada vez más cercana, de disfrutar de una vida acomodada
junto a aquella chica que no era guapa como Molly, ni divertida como Sarah, ni
sexy como Amanda, pero sí millonaria.