LUNA DE MIEL
Solo contemplar cómo se ilumina el
rostro de su Maryelis mientras se prueba, nada más embarcar, una gargantilla de
zafiros en una de las joyerías del crucero, bien merece, piensa el recién
casado, la pena.
Le queda divino a la joven sobre su piel canela y esa noche causa sensación
en la cena. Al día siguiente vuelven de boutiques, porque en un lugar tan
exclusivo ―le dice haciendo un puchero ella― una no debe repetir modelo, y esta vez le compra un
vestido de seda, diseño de Jean Paul Gaultier, que le sienta como un guante al
cuerpo, y unos stilettos con un tacón de vértigo; eso sí, de Loewe, que tiene
ella un juanete y para que no le rocen. Y de nuevo esa noche Maryelis provoca
murmullos de admiración entre los asistentes. A lo largo de los siguientes
días, se va haciendo con trapitos de Armani y bolsos de Louis Vuitton que va
combinando con exquisito gusto con los relojes Gucci de oro y los frascos de
eau de perfum de Chanel, de Lancōme, de Dior, que quieras que no se gastan muy pronto.
Tras diez días de fiestas, de bailes, de ruletas y tragaperras, de masajes
y spa, de infiltraciones de hialurónico ―ella― y de ahuyentar moscones, extender
talones, dormir apenas y ver en el lavabo cómo se le cae el poco pelo que le queda ―él―, el barco regresa a puerto. Y mientras el hombre
tramita unos anticipos de su pensión para terminar de cuadrar cuentas en el
camarote de la financiera, Maryelis, Dayanna en su tarjeta de identidad real,
desembarca con sus maletas, se sube a un taxi y, sin volver la vista atrás, se
aleja con sus nuevas pertenencias.