RIESGOS LABORALES
No olvida la primera vez que un
espectador, arrellanado en su butaca, se puso a vocear y lanzarle tomates y él,
como un profesional, continuó representando imperturbable su papel hasta que
por fin terminó aquella función.
Han pasado los años y cada vez detesta más a
ese personaje que interpreta. Sale cada día al escenario con una sonrisa
pintarrajeada e inicia su actuación, siempre con la misma frase, «buenos días, mi nombre es Edgar, dígame…».
Con tanto texto que tiene que decir enseguida se le seca la garganta, y de
aguantar las peroratas de los demás le arden las orejas. A veces, por el
cansancio, tropieza con el decorado, cae de bruces ante la primera fila de
asientos y se da buenos tortazos.
Es entonces cuando el público se viene arriba,
le insulta y abuchea, y él se imagina escondido tras el telón, acurrucado donde
nadie le vea; quisiera desaparecer, que se lo tragara la tierra, pero sabe que
tiene que aguantar las ocho horas, las facturas no se pagan solas, y a su edad,
dónde van a contratarlo. Así que se recompone rápidamente, se coloca bien los
auriculares, pulsa la tecla de contestar, resopla y atiende la siguiente queja.