miércoles, 29 de mayo de 2024

La abuela

LA ABUELA

Mientras va dando sorbos a su infusión de anís con la taza sujeta entre las manos, Matilde mira con ternura a la nieta, que está sentada en el sofá junto a ella. Ha observado que últimamente anda como ausente, dispersa. Está muy crecida Cecilia, reflexiona la mujer, ya no es aquella niñita que no paraba de parlotear, de preguntarlo todo: que hacia dónde vuelan cada año las dos cigüeñas cuando emprenden el vuelo desde el campanario de la iglesia, que por qué la nieve quema, que si los peces de colores también van al cielo y que si van a una pecera o, una vez muertos, no necesitan estar bajo el agua en el firmamento, «qué lío, abuela».

La ve que está en esa edad de tormentos, en que las emociones se enredan como madejas de lana ¡y lo que cuesta desenredarlas luego! Le preocupa es normal que se extravíe entre anhelos, miedos y sueños, que sea incapaz de articular sus preguntas, de plantear sus dudas, de entender la complejidad de sus emociones y darles salida, dejándolas fluir unas veces, conteniéndolas otras, y de aceptar que las lágrimas restañan las heridas del alma en tantas y tantas ocasiones.

Prefiere, no obstante, respetar sus ritmos, sus momentos. Por eso, ambas continúan en silencio. Matilde absorta en sus pensamientos, anticipando posibles respuestas, equilibrando la información que le irá suministrando, siempre clara y sin rodeos, sin contarlo todo ni ser, tampoco, muy escueta. Y Cecilia mirando la lámpara del techo, repasando en su cabeza ya casi lo tiene la tabla de elementos químicos y sus símbolos para el examen del viernes.