NOCHEBUENA
Si
supiera de la que se ha librado el gato callejero no estaría tan plácido ahí, acurrucado
en el regazo de un mendigo, lamiendo unas manchas de kétchup de sus manos. No
se hace una idea de la suerte que ha tenido de estar sordo como una tapia, de
ser el minino más viejo de los alrededores del vertedero y de estar totalmente
desdentado. Descalabros de siete vidas intensamente celebradas.
Lo
de sordo porque se ha ahorrado escuchar, durante toda la mañana, los maullidos
de angustia y dolor de algunos de sus congéneres, matados a palos y pedradas, a
los que han dado caza los vagabundos que por allí pululan para la cena de
Nochebuena. Lo de viejo porque, aunque lo tenían más a mano, se han afanado los
asesinos en seleccionar a los más tiernos, gorditos y jugosos, a los que han
asado al calor de los rescoldos de periódicos y cartones en una papelera
metálica. Y lo de desdentado porque podía haber terminado masticando, sin darse
cuenta, a la gata que algunas madrugadas se le acerca y se frota contra su
lomo, ronroneando.