NEW YORK
Le dicen Marlene los otros
espectros del barrio. Por su mirada enigmática, su semblante ausente y
taciturno, sus rizos rubio platino. Por la exquisitez con que da chupadas a la
larguísima boquilla negra del cigarrillo, por cómo expulsa las bocanadas de
humo.
Sienten un poco de lástima por
ella y se alegran de corazón cuando un automóvil gris metalizado se detiene en
la otra acera a su altura y ven bajarse la ventanilla. Marlene se aproxima
caminando garbosa sobre sus tacones de aguja, intercambia unas palabras con el
conductor y, contoneándose, se sienta en el asiento del copiloto y cierra la
portezuela. Como es un BMW Serie 7 eléctrico, lo ven alejarse sin hacer ruido,
rodando suavemente sobre los baches y charcos de su callejón hacia la gran
avenida donde lo pierden de vista.
Regresa aproximadamente una
hora más tarde, depende del cliente, de lo que le pida. La oyen taconear sobre
los adoquines antes de doblar la esquina, es inconfundible Marlene. Antes, se
para detrás de un contenedor y se limpia con unos pañuelos húmedos los muslos y
el pubis. Saca un espejito del bolso y se ahueca con los dedos las ondas del
pelo, se retoca el rímel que las lágrimas han corrido, se pone carmín en los
labios hinchados por los mordiscos. Entonces se acerca al grupo y todas se
arremolinan a su alrededor, le interrogan, le urgen, «cuéntanos,
darling, cómo te ha ido».
Porque cuando se lleva un tanga y un sujetador
y nada más debajo del abrigo, se le mete a una el frío de la madrugada en los
huesos, y únicamente entibian el cuerpo los tragos de las botellas de vino o de
cualquier mejunje que lleve alcohol, y los relatos que les trae Marlene cada
vez que termina un servicio: las fastuosas mansiones en Los Hamptons, los
dúplex en el Upper East Side, los brindis con champán francés, Frank Sinatra o
Sade en los hilos musicales, las burbujas de los jacuzzi, las sábanas de seda y satén, la ternura y pasión del
ejecutivo de turno.