HOJAS DE OTOÑO
Parece
una canción de Miles Davis lo que se oye en el callejón. Suena bien; un
transeúnte incluso se detiene —pese al frío helador de esta noche de enero—
al llegar a la esquina. Afina el oído, gira la cabeza buscando de dónde
procede la voz y descubre a un tipo, greñudo y andrajoso, acurrucado en el
embalaje de un televisor Samsung. A ratos canturrea o bebe de la botella o
aspira una calada de humo, y sobrecoge al transeúnte ver la paz que irradia de
su semblante al llevarse el cigarro a la boca, chuparlo con fruición,
saborearlo como nunca antes había visto.
Se
arrellana entre las sombras, hechizado por la melodía de Autumn leaves, hasta que el
tarareo se licúa en sollozo al quemarse el pordiosero los dedos con la colilla
consumida. Le escucha entonces gemir «my
darling, my candy, the lovely thing, my sweet Adeline» y se aleja
conmovido, fantaseando con la mujer fatal que desgarró el alma del pobre
infeliz, idea más lírica que imaginarle gastando las limosnas en vodka barato
en un burdel lúgubre, donde la más vieja y triste de las putas, al despedirle,
le prende entre sus labios rojos de carmín un cigarrillo.