LA NOVIA
Mientras la
vestían para la boda, fantaseaba toda histérica con que el gato le rasgara con
las uñas el velo nupcial o se le rompiese un tacón. O una pierna. Se
tranquilizaba imaginando que, al apearse del coche engalanado de flores, una furgoneta
derraparía a su lado sobre un charco y la salpicaría entera. Cualquier cosa, lo
que fuera, con tal de suspender la ceremonia.
Pero entró a la
iglesia sin contratiempos. Espectacular, sí, aunque también sudorosa: demasiado
encaje, demasiada gasa, demasiado brocado y tul, demasiada gente mirándola. Y
entre eso y los nervios empezó a temblar y a notar cómo se derretía el
maquillaje: desde las pestañas le goteaba el rímel y un manchurrón le ensució
el escote. Tan atacada estaba por este percance que confió en que quizás, ahora
sí, ante tamaña adversidad, no se celebraría el enlace.
Al llegar al
altar, el novio la miró divertido, le susurró cariñoso «estás preciosa» y le besó
delicadamente el cuello. «Podría» ―pensaba ella aún, sin poder dominar el pánico de interpretar el papel
de protagonista―, «dar un traspié, desestabilizar ese cirio y ponerme a arder como una
tea». Pero en vez de eso se oyó diciendo, con voz segura, «sí, quiero».