LA ESCALERA
Lo
ha dicho claro Fernanda, la portera. Y alto, muy alto: «¡¡¡Por aquí no pasa ni
Dios!!!». Y se ha sentado ―más bien se ha despatarrado todo lo larga y ancha que es― en los escalones del portal, bloqueando el paso, empuñando
con una mano la fregona y con la otra una copia, muy sobada de tanto usarla, de
los estatutos de la comunidad.
Ninguno
de los vecinos sabe quién coló esa cláusula de «Prohibido pisar el suelo recién
fregado salvo urgencia justificada. Horario de friegue: Lunes y jueves, de
10:00 a 11:00», aunque se sospecha que fue don Joselín, el viejo del segundo
derecha ―el único al que Fernanda saca cada noche la basura
a la calle―, el año
pasado, cuando le tocó ser jefe de escalera. Corren rumores también de que ha
sido vista en su domicilio, haciéndole la colada, pasando el aspirador, y vete
a saber qué cosas más, pero esto son solo dimes y diretes, mejor dejarlo estar.
El caso es que, con ese carácter tan agrio y desagradable y ese documento
refrendado que esgrime para dar el alto a todo aquel que ose pasar, a ver quién
se atreve a llevarle la contraria.
Y
mientras los dos camilleros, apoyados en los buzones, comentan el partido de
fútbol de anoche esperando a que se seque la escalera, el médico y el
presidente de la comunidad intentan explicar a Fernanda que se trata de una
urgencia, que el levantamiento de un cadáver es una prioridad, que no puede
aplazarse. Pero Fernanda erre que erre, que no y que no, que de eso nada, que
no ve ella urgencia ninguna en llevarse el cuerpo de la anciana que vivía en la
mansarda, que una vez muerta, muerta está, que si tanto les importaba esa mujer
haber puesto un ascensor, que la pobre ya ni salir a pasear podía, y que por
quince minutos arriba, quince minutos abajo, ¿qué coño va a pasar?, pues nada
de nada, no va a cambiar nada. O sí, sí que va a pasar, y mucho: que ella, o
sea «servidora» como le gusta referirse a sí misma golpeándose en el pecho con
el dedo índice, que ya tiene una edad, y para la mierda de sueldo que la pagan,
tenga que fregar otra vez tooodos los peldaños, uno por uno, como si no tuviera
una nada mejor que hacer, que encima con lo que está lloviendo ahí fuera mira
el barro que traen pegado a la suela de los zapatos. Y ella sí que está viva,
vivita y coleando, y a la muerta lo mismo le da esperar, que si no han oído en
los funerales eso del sueño eterno, y que si tal y cual, y que si blablablá.
Así,
poco a poco, mientras oyen la perorata de la portera y el golpeteo de la lluvia
en los cristales del portal, el tiempo va pasando y por fin pueden subir a
llevarse a la finada.