miércoles, 29 de mayo de 2024

Zona de confort

ZONA DE CONFORT

Da gusto ver una señora tan mayor como doña Adela lo conjuntada que va siempre, lo bien que sabe acicalarse y el cutis que tiene. De las dos habitaciones de su casa, una es un vestidor, lleno de armarios con ropa, bolsos y zapatos, y la otra su dormitorio. En la salle de bain, como gusta ella de llamar al baño, tiene una cantidad de tarros, lociones, potingues, tónicos, sérums y cosas de maquillarse —brochas, pinceles, pintalabios, coloretes, sombras de ojos— que ya quisiera para sí una de esas influencers de moda. Usa cada día una mascarilla, ora hidratante, ora oxigenante, ora nutritiva, y la crema de noche la aplica en la piel dando ligeros golpecitos con la yema de los dedos. Y bajo ningún concepto sale a la calle ni permite que nadie la vea sin estar presentable, asunto al que dedica varias horas incluso en días como hoy, en los que se queda recostada en la cama.

¿Que por qué está la pobre mujer al borde del colapso? Pues porque hace un par de meses, por su ochenta cumpleaños, las tres amigas con las que toma cada tarde el té y echa unas partidas a la brisca le regalaron un fin de semana en Florencia en un vuelo de Ryanair.

—No olvides, Adela —le recordó la víspera por teléfono Charito— que solo puedes llevar una bolsa de 40 x 20 x 25 y una pieza de equipaje de diez kilos de 55 x 40 x 20. ¡Ya verás qué chupi lo vamos a pasar!

Así que esta mañana, al ponerse a preparar el neceser con lo básico para tres días, o sea, con un frasco de cada cosa, se dio cuenta de que había llenado las dos bolsas enteras y aún le faltaba por meter chaquetas, faldas, blusas, un anorak por si llovía, el pijama, etcétera. Fue entonces cuando empezó a sentirse mal, a ponerse pálida, a entrarle sudores fríos por la espalda y flaquearle las piernas. Como veía que igual se iba a caer, se volvió a la cama, cogió el teléfono y con un hijo de voz que daba lástima oírla le dijo a Charo que creía que había cogido la Covid, que había avisado al doctor, que se fueran sin ella, que lo pasaran muy bien y que ya le enseñarían las fotos cuando volvieran.

Después de colgar, aliviada por el peso que se ha quitado de encima y por poder continuar tranquilamente con su vida, parece que se siente mejor.

 

 

Traspiés

TRASPIÉS

La culpa de hallarse Eutimio ahora escayolado en casa fue del puñetero escalón. Seguro que lo hizo algún inútil, que no es la primera vez que tropieza cuando regresa de la tasca y se cae. No se calculó bien la altura desde la acera al escalón y desde este adentro, deberían haber sido equidistantes. Tampoco cabe bien un pie y como tiene un bordillo con relieve por debajo, la puntera del zapato de Eutimio que calza un 46, no está mal al dar el paso hacia adelante algo inestable después de haberse trasegado unos chatos se queda trabada antes de llegar a apoyarla y ¡hala!, la caída la tiene garantizada. Que otras veces no pasó de un rasguño en la rodilla, una muñeca torcida o un moratón en la cara, pero ayer, caramba qué mala suerte, fractura de tibia y peroné.

Pero dentro de lo malo, se intenta animar el hombre pensando que podría haber sido peor: podía haberse roto la crisma, haberse matado. Y ahora sus cenizas reposarían en una urna, en un nicho cualquiera del columbario del cementerio, con una chapita que pronto se oxidaría donde habrían grabado su nombre; dos fechas, la del inicio y la del final; y «tus sobrinos no te olvidan». Y unas flores baratas«mejor de plástico, que duran más» que, con el tiempo, no perderían sus hojas, pero se irían marchitando igual.

Tarde dominical

TARDE DOMINICAL

Lo tiene asumido Harold que llevar la contraria a su nonagenaria madre solo conduce a que se ponga histérica, empiece a chillar, le suba la tensión y le amenace con morirse por su culpa. Así que los domingos «los domingos es obligatorio salir a divertirse», repite siempre la vieja después de acudir al servicio religioso con el traje negro de ir a estos actos y a los entierros, regresa a casa. Pero ni atravesar la puerta le deja la mujer.

Hale, a pasarlo bomba le dice, mientras le cuelga del antebrazo una cesta de mimbre cubierta con una servilleta de cuadros blancos y rojos, que ya quisiera yo poder irme de picnic. Tú disfruta con tus amigos, hijo, y a ver si te echas novia, que estás hecho un pimpollo.

Pero a Harold lo que le apetecería hacer es quedarse tranquilamente en casa como hace todos los días  podando los arbustos del jardín trasero, leyendo una revista de ovnis o de bricolaje, o mirando al hámster correr incansable en su rueda. Esto le encanta. Además no tiene amigos y lo de las chavalas, a sus setenta y pico años, tampoco lo ve. Aun así, besa a la madre en la mejilla, le dice adiós con la mano desde la ventanilla del bus hasta que la pierde de vista y se apea en el parque.

Allí lo primero que hace es ir hacia la zona de árboles. Se sienta apoyado en un tronco, saca de la cesta los sándwiches y se dedica a trocear en cachos muy pequeños las lonchas de queso y mortadela para ir tirándoselos a las ardillas. Después, se dirige al estanque, donde le aguardan en la orilla los patos, y se pone a echarles migas diminutas. Es un proceso que lleva a cabo minuciosamente Harold, sin prisa ninguna; vamos, que le ocupa media tarde. De hecho, hasta los pobres animales se enervan, se impacientan con él y le increpan exigentes ¡CUA CUA CUA! por el ansia que les da ver caer con cuentagotas las migas de la cesta del tío este de los domingos. No hay derecho, y no saben las aves si alegrarse al verle o liarse a picotazos con él. Un suplicio es lo que es. Si los patos pudiesen opinar, posiblemente dirían que, si no es maltrato animal, poco le falta para serlo.

Y cuando termina de alimentar a la fauna del parque, mira el reloj, luego mira el cielo y se alegra de ver que en breve irá oscureciendo. Se va entonces para la parada del bus, se sienta con su cuaderno de pasatiempos, se pone a hacer crucigramas y sopas de letras y espera paciente hasta que, por fin, llegue la hora del regreso.

Sopa de letras

SOPA DE LETRAS

Se miran desconcertados en el comedor del asilo los cuatro ancianos con los mensajes navideños que se leen en sus cuencos. El «Merry Christmas» de Delfina les llama mucho la atención; que se sepa, jamás había salido de su pueblo en Cuenca. Lo mismo con el «Happy New Year» de Aniceto, pastor de ovejas de Teruel. Ambos sin faltas de ortografía. También muy bien escrito el «All the best for the coming year» de Mariano, ebanista jubilado. Se le nota a este hombre el gusto por los detalles, se dice Delfina mientras echa unas migas de pan a su tazón.

Con el «And may this New Year bring you joy and laughter» de don Eusebio, se quedan los tres boquiabiertos y asienten con admiración, Delfina incluso aplaude un poco, esto ya es otro nivel. Aunque a decir verdad, si uno lo medita un poco, tampoco es que sea tan sorprendente, porque don Eusebio fue maestro de escuela y lee todos los días la prensa y a veces hasta escribe algún poema en un papel que luego recita de pie.

Cenan pausadamente, sin prisa. Hay que hacer tiempo hasta las doce, para ver las campanadas en el televisor. Solo se oye sorber y el ruido de las cucharas chocando contra la vasija. Mientras les sirve a cada uno otro cacillo, piensa la cocinera que ha tenido éxito este año la oferta que había en el supermercado: la sopa de letras navideña, New England Style, que por el precio de dos tetrabriks te llevabas tres.

 

Solaz

SOLAZ 

Los lunes y jueves, a eso de las cinco, Vincent besa en la frente a Florence, su mujer, que está viendo un programa de recetas en la tele, y sale a dar una vuelta con su bici eléctrica. Pedalea lo justo, prefiere tirar de motor; total, luego lo deja enchufado en el garaje de casa toda la noche y listo. Además, el barrio donde viven está entero lleno de cuestas y va notando que ya no es un chaval y que los años y los kilos pesan. Lo que tiene claro, de todos modos, es que a estas alturas a lo de cansarse tontamente no le ve ningún interés.

Al cabo de dos horas, regresa a casa congestionado y sudoroso, saluda desde la puerta a Florence, se mete a toda prisa en la ducha y se queda allí, bajo el chorro de agua caliente, sintiendo en su piel la lengua, las caricias, los mordiscos y arañazos de Étienne, hasta que ella entra y le dice que ya está bien, que termine de una vez, que lleva no se sabe cuánto tiempo, que menudas ronchas le están saliendo por el cuerpo y que salga ya, que el gas y el agua no recuerda ella que los haya puesto gratis el ayuntamiento. Después, se sientan a la mesa de la sala a comer queso, nueces y miel, una cena ligera antes de acostarse, desearse buenas noches, ponerse los tapones en los oídos para no oírse los ronquidos y echarse a dormir dándose la espalda, como siempre.

 

Riesgos laborales

RIESGOS LABORALES

No olvida la primera vez que un espectador, arrellanado en su butaca, se puso a vocear y lanzarle tomates y él, como un profesional, continuó representando imperturbable su papel hasta que por fin terminó aquella función.

Han pasado los años y cada vez detesta más a ese personaje que interpreta. Sale cada día al escenario con una sonrisa pintarrajeada e inicia su actuación, siempre con la misma frase, «buenos días, mi nombre es Edgar, dígame…». Con tanto texto que tiene que decir enseguida se le seca la garganta, y de aguantar las peroratas de los demás le arden las orejas. A veces, por el cansancio, tropieza con el decorado, cae de bruces ante la primera fila de asientos y se da buenos tortazos.

Es entonces cuando el público se viene arriba, le insulta y abuchea, y él se imagina escondido tras el telón, acurrucado donde nadie le vea; quisiera desaparecer, que se lo tragara la tierra, pero sabe que tiene que aguantar las ocho horas, las facturas no se pagan solas, y a su edad, dónde van a contratarlo. Así que se recompone rápidamente, se coloca bien los auriculares, pulsa la tecla de contestar, resopla y atiende la siguiente queja.

Recaída

RECAÍDA

No es tan difícil. Prueba a levantarte de la toalla, caminar hacia la orilla a paso rápido pues la arena está quemando, meterte en el mar y sumergirte entero aprovechando una ola que rompe a tu altura. Se ve, además, que el agua está buenísima: hay un montón de gente chapoteando, jugando a la pelota o haciendo la plancha. Verás qué gozada es darse un buen chapuzón ahora que aprieta tanto el calor.

Pero eso sí, cuando salgas, dirige la vista a la sombrilla donde estabas tumbado. Camina directo hacia allí, sin desviarte, con la mirada fija al frente, sin girar los ojos a los lados, sin prestar atención a ese centauro que, acompañado de un ser extraño, te va a interpelar «oiga, señor, ayúdenos, por favor; a mi hijo se le han perdido los brazos, no los encuentra»… y sigue andando, impertérrito, hacia adelante. Déjale atrás con sus súplicas, sus ruegos, sus llantos. No le hagas caso porque algo me dice que, si te paras a escucharle, si te ven hablando, gesticulando, volverán a llevarte a la consulta del doctor Percival, a atiborrarte de pastillas, a atarte con correas a la cama de ese sanatorio de la sierra, de paredes blancas y olor a lejía.

Purga

PURGA

Como para no estar enojada, si son más de las diez de la noche del viernes y no la dejan marcharse. Y eso que su jornada terminaba a las ocho. La tiene la encargada doblando pantalones, amontonándolos por tallas y colores, poniendo en perchas los blaziers e intentando averiguar dónde estaba cada cosa antes de que empezara la jornada de rebajas y entrase la marabunta a desordenarlo todo.

Además, viendo el caos de ropa tirada por todas partes, calcula que antes de las once no terminan de recoger. Le da entonces por imaginarse juntos en el pub a su novio, con la tercera cerveza en el cuerpo, y a Lisbeth, estrenando el vestido transparente negro que se llevó antes por treinta euros y que le quedaba tan sexy. Y nota por momentos cómo el cabreo le va provocando unas arcadas que le suben por el esófago, y cómo se le salen por la boca a borbotones los «mecagüentodo», los «suputamadre» y los «hastaloscojonesmetienen».

Suenan entonces unos golpecitos en la puerta del lavabo y una voz pregunta, «Jenni, ¿estás bien? Aún no hemos terminado». Así que Jenni se alisa con los dedos la melena, se pone gloss en los labios y sale aliviada, orgullosa de haberse podido contener hasta llegar al baño, echar toda su mala leche entre esas cuatro paredes y no quedarse, al menos de momento, sin empleo otra vez.

Pico y pala

PICO Y PALA

La mañana que vio a Eleonora cruzando en bici el parque donde se hallaba podando rosales, a Brian se le iluminó la mirada. Supuso por tanto un paso de gigante para él que, a los pocos días, la joven aceptase su invitación un tanto ruborizada de ir juntos al cine. No entraremos en detalles de cómo averiguó todo sobre la muchacha, cómo se las apañó para acercarse a ella, las tretas que hubo de llevar a cabo para colarse en el prestigioso campus de Cambridge y asistir a clase sin estar matriculado, su habilidad para agenciarse al descuido ropa de marca, lo bien que lo organizó para acudir en su auxilio en el preciso momento cuando acababa de pinchar, ¡vaya fatalidad!, la rueda de su bici bajo una tormenta o las horas dedicadas a memorizar chistes, anécdotas y cotilleos de sociedad. «El hecho es que», se dijo sonriendo para sus adentros mientras se arreglaba antes de acudir a su cita, «la chica ya está en el bote».

No le importó a Brian ir a buscar cada día a su prometida. Y semana tras semana, mes tras mes, año tras año, esperar tres y hasta cuatro horas en la puerta de su cottage mientras se peinaba, se vestía, se perfumaba, lloviese o tronara. «También me mojo currando y me aguanto», se consolaba. Pero lo peor de todo fue sacar a diario a sus mascotas, dos chimpancés, a bosques de robles, fresnos y arces, situados cada vez más lejos de la casa, «para que los pobres no se aburran de trepar siempre los mismos árboles», decía Eleonora, muy implicada con el bienestar animal.

Y acostumbrado a flirteos exprés con chicas borrachas, a conquistas consumadas en los baños del pub, a ligues de aquí te pillo aquí te mato, a dormir solo, despertar resacoso y trabajar de jardinero toda la jornada, le daba mucho ánimo a Brian para continuar cortejándola la expectativa, cada vez más cercana, de disfrutar de una vida acomodada junto a aquella chica que no era guapa como Molly, ni divertida como Sarah, ni sexy como Amanda, pero sí millonaria.

Nochebuena

NOCHEBUENA

Si supiera de la que se ha librado el gato callejero no estaría tan plácido ahí, acurrucado en el regazo de un mendigo, lamiendo unas manchas de kétchup de sus manos. No se hace una idea de la suerte que ha tenido de estar sordo como una tapia, de ser el minino más viejo de los alrededores del vertedero y de estar totalmente desdentado. Descalabros de siete vidas intensamente celebradas.

Lo de sordo porque se ha ahorrado escuchar, durante toda la mañana, los maullidos de angustia y dolor de algunos de sus congéneres, matados a palos y pedradas, a los que han dado caza los vagabundos que por allí pululan para la cena de Nochebuena. Lo de viejo porque, aunque lo tenían más a mano, se han afanado los asesinos en seleccionar a los más tiernos, gorditos y jugosos, a los que han asado al calor de los rescoldos de periódicos y cartones en una papelera metálica. Y lo de desdentado porque podía haber terminado masticando, sin darse cuenta, a la gata que algunas madrugadas se le acerca y se frota contra su lomo, ronroneando.

 

New York

NEW YORK

Le dicen Marlene los otros espectros del barrio. Por su mirada enigmática, su semblante ausente y taciturno, sus rizos rubio platino. Por la exquisitez con que da chupadas a la larguísima boquilla negra del cigarrillo, por cómo expulsa las bocanadas de humo.

Sienten un poco de lástima por ella y se alegran de corazón cuando un automóvil gris metalizado se detiene en la otra acera a su altura y ven bajarse la ventanilla. Marlene se aproxima caminando garbosa sobre sus tacones de aguja, intercambia unas palabras con el conductor y, contoneándose, se sienta en el asiento del copiloto y cierra la portezuela. Como es un BMW Serie 7 eléctrico, lo ven alejarse sin hacer ruido, rodando suavemente sobre los baches y charcos de su callejón hacia la gran avenida donde lo pierden de vista.

Regresa aproximadamente una hora más tarde, depende del cliente, de lo que le pida. La oyen taconear sobre los adoquines antes de doblar la esquina, es inconfundible Marlene. Antes, se para detrás de un contenedor y se limpia con unos pañuelos húmedos los muslos y el pubis. Saca un espejito del bolso y se ahueca con los dedos las ondas del pelo, se retoca el rímel que las lágrimas han corrido, se pone carmín en los labios hinchados por los mordiscos. Entonces se acerca al grupo y todas se arremolinan a su alrededor, le interrogan, le urgen, «cuéntanos, darling, cómo te ha ido».

Porque cuando se lleva un tanga y un sujetador y nada más debajo del abrigo, se le mete a una el frío de la madrugada en los huesos, y únicamente entibian el cuerpo los tragos de las botellas de vino o de cualquier mejunje que lleve alcohol, y los relatos que les trae Marlene cada vez que termina un servicio: las fastuosas mansiones en Los Hamptons, los dúplex en el Upper East Side, los brindis con champán francés, Frank Sinatra o Sade en los hilos musicales, las burbujas de los jacuzzi, las sábanas de seda y satén, la ternura y pasión del ejecutivo de turno.

Marejada

MAREJADA

Es tremendo ver la angustia con la que arrancan de las paredes del dormitorio de Coral el papel pintado con dibujos de peces, pulpos y estrellas de mar, y la desgana con la que meten los jirones arrugados en bolsas de basura negras. Con la ilusión con la que eligieron cuando la nena aún estaba en la barriguita de mamá la moqueta azul con olas blancas y la colcha de delfines, da pena contemplar ahora el suelo desnudo, la ballena y los pingüinos de peluche y la ropa de cama listos para llevar a Cáritas. Y la habitación tan desangelada.

De momento la niña dormirá con ellos, ya decorarán su cuarto cuando estén menos desquiciados. Antes, tienen que barrer bien la arena del suelo, acabar con todos los cangrejos que, agazapados en los cajones y en el armario, se les encaran abriendo y cerrando sus pinzas, tirar las medusas muertas y ventilar, que apesta a algas. Han acordado que, más adelante, pintarán la pared de rosa, la alfombra tendrá un tono crudo y los peluches serán osos, osos normales y corrientes. Como en todas las casas.

Intentan no perder la esperanza y confían en que pronto a la pequeña se le sellen las branquias del cuello, se le caigan las escamas de la espalda y se le despeguen los deditos de esas horribles membranas. Poco a poco, irán quitando del biberón el plancton y crustáceos deshidratados que echaban a los peces del acuario y esperan que en unas semanas empiece a alimentarse con purés y papillas de cereales, canela y manzana.

Luna de miel

LUNA DE MIEL

Solo contemplar cómo se ilumina el rostro de su Maryelis mientras se prueba, nada más embarcar, una gargantilla de zafiros en una de las joyerías del crucero, bien merece, piensa el recién casado, la pena.

Le queda divino a la joven sobre su piel canela y esa noche causa sensación en la cena. Al día siguiente vuelven de boutiques, porque en un lugar tan exclusivo le dice haciendo un puchero ella una no debe repetir modelo, y esta vez le compra un vestido de seda, diseño de Jean Paul Gaultier, que le sienta como un guante al cuerpo, y unos stilettos con un tacón de vértigo; eso sí, de Loewe, que tiene ella un juanete y para que no le rocen. Y de nuevo esa noche Maryelis provoca murmullos de admiración entre los asistentes. A lo largo de los siguientes días, se va haciendo con trapitos de Armani y bolsos de Louis Vuitton que va combinando con exquisito gusto con los relojes Gucci de oro y los frascos de eau de perfum de Chanel, de Lancōme, de Dior, que quieras que no se gastan muy pronto.

Tras diez días de fiestas, de bailes, de ruletas y tragaperras, de masajes y spa, de infiltraciones de hialurónico ella y de ahuyentar moscones, extender talones, dormir apenas y ver en el lavabo cómo se le cae el poco pelo que le queda él, el barco regresa a puerto. Y mientras el hombre tramita unos anticipos de su pensión para terminar de cuadrar cuentas en el camarote de la financiera, Maryelis, Dayanna en su tarjeta de identidad real, desembarca con sus maletas, se sube a un taxi y, sin volver la vista atrás, se aleja con sus nuevas pertenencias.

 

La riada

LA RIADA

La pilló acostada a doña Daría la inundación. Y a Mirta, la sirvienta, subida a una escalera colocando bien alto alimentos, fotos, el ajuar, por si entraba el agua; tantas semanas lloviendo nada bueno presagiaba.

Pero entró. Como una avalancha, anegándolo todo. Tan rápido como pudo, buceando a ratos, chocando con objetos que flotaban como si estuviera en un barco naufragado, llegó Mirta hasta su cama. Había quedado sumergida y al intentar sacarla, la vieja, en un espasmo, la agarró, la atrajo hacia sí, no la soltaba… y el agua continuó subiendo, subiendo, hasta ahogar a ambas.

 «Uno no se muere cuando debe, sino cuando puede», parece burlarse, meses después, una de las dos calaveras. La otra sigue contrariada.


La pensión

LA PENSIÓN

El día ha sido movido, complicado, pero respirar la brisa salada del mar al caer la noche le devuelve un poco de calma mientras se arrastra, cansada, camino de su casa.

Desde primera hora de la tarde anda Lucila con su cachava, de acá para allá, por todo el barrio. En la farmacia le llevó tres cuartos de hora largos, en la tienda de ultramarinos también estuvo un buen rato. Después en el bar donde se sienta alguna vez a tomar un café y por último en la ferretería, donde ha parado a recoger un encargo. A todos les ha contado que de madrugada vino una ambulancia a por Vicente, que se puso muy malo, y que es casi seguro que del hospital lo trasladen a una residencia y se quede allí ingresado, pues ya necesita de cuidados especializados.

Y con tanta voz de aliento, tanto abrazo, tanto calor humano, llega a su piso un poco menos abatida. Todos le han creído, pues no era fingido su desánimo. No ve peligrar, por tanto, el cobro de la jubilación de Vicente, que es el único dinero que entra en esa casa. Con la paga de viudedad que le quedaría ha echado cuentas y no le alcanza ni para dos semanas. Saca entonces del paquete el afilador de cuchillos, continúa troceando el cadáver del marido y con cada tajo se deshace en un mar de lágrimas.

La peluquera

LA PELUQUERA 

A Merche no se le escapa una tendencia, un estilismo, cualquier novedad que aparezca; está suscrita a todas las revistas del tema.  Ya de pequeña tenía a sus Nancys hechas un primor, con sus tintes, extensiones y trenzas. Ahora está muy al tanto de las publicaciones de Instagram, sigue a las influencers más modernas y conoce todos los trucos de despuntados, colores y mechas. Tiene por tanto su lógica que lleve cuarenta años trabajando en una peluquería, pero lo que cuesta entender es que no quiera pasar de aprendiza, «quita, quita, no. Un tijeretazo mal dado, una alergia al amoniaco, una clienta insatisfecha… ¡qué horror! Prefiero lavar cabezas, así soy feliz».

 

La novia

LA NOVIA

Mientras la vestían para la boda, fantaseaba toda histérica con que el gato le rasgara con las uñas el velo nupcial o se le rompiese un tacón. O una pierna. Se tranquilizaba imaginando que, al apearse del coche engalanado de flores, una furgoneta derraparía a su lado sobre un charco y la salpicaría entera. Cualquier cosa, lo que fuera, con tal de suspender la ceremonia.

Pero entró a la iglesia sin contratiempos. Espectacular, sí, aunque también sudorosa: demasiado encaje, demasiada gasa, demasiado brocado y tul, demasiada gente mirándola. Y entre eso y los nervios empezó a temblar y a notar cómo se derretía el maquillaje: desde las pestañas le goteaba el rímel y un manchurrón le ensució el escote. Tan atacada estaba por este percance que confió en que quizás, ahora sí, ante tamaña adversidad, no se celebraría el enlace.

Al llegar al altar, el novio la miró divertido, le susurró cariñoso «estás preciosa» y le besó delicadamente el cuello. «Podría» pensaba ella aún, sin poder dominar el pánico de interpretar el papel de protagonista, «dar un traspié, desestabilizar ese cirio y ponerme a arder como una tea». Pero en vez de eso se oyó diciendo, con voz segura, «sí, quiero».

 

La escalera

LA ESCALERA

Lo ha dicho claro Fernanda, la portera. Y alto, muy alto: «¡¡¡Por aquí no pasa ni Dios!!!». Y se ha sentado más bien se ha despatarrado todo lo larga y ancha que es en los escalones del portal, bloqueando el paso, empuñando con una mano la fregona y con la otra una copia, muy sobada de tanto usarla, de los estatutos de la comunidad.

Ninguno de los vecinos sabe quién coló esa cláusula de «Prohibido pisar el suelo recién fregado salvo urgencia justificada. Horario de friegue: Lunes y jueves, de 10:00 a 11:00», aunque se sospecha que fue don Joselín, el viejo del segundo derecha el único al que Fernanda saca cada noche la basura a la calle, el año pasado, cuando le tocó ser jefe de escalera. Corren rumores también de que ha sido vista en su domicilio, haciéndole la colada, pasando el aspirador, y vete a saber qué cosas más, pero esto son solo dimes y diretes, mejor dejarlo estar. El caso es que, con ese carácter tan agrio y desagradable y ese documento refrendado que esgrime para dar el alto a todo aquel que ose pasar, a ver quién se atreve a llevarle la contraria.

Y mientras los dos camilleros, apoyados en los buzones, comentan el partido de fútbol de anoche esperando a que se seque la escalera, el médico y el presidente de la comunidad intentan explicar a Fernanda que se trata de una urgencia, que el levantamiento de un cadáver es una prioridad, que no puede aplazarse. Pero Fernanda erre que erre, que no y que no, que de eso nada, que no ve ella urgencia ninguna en llevarse el cuerpo de la anciana que vivía en la mansarda, que una vez muerta, muerta está, que si tanto les importaba esa mujer haber puesto un ascensor, que la pobre ya ni salir a pasear podía, y que por quince minutos arriba, quince minutos abajo, ¿qué coño va a pasar?, pues nada de nada, no va a cambiar nada. O sí, sí que va a pasar, y mucho: que ella, o sea «servidora» como le gusta referirse a sí misma golpeándose en el pecho con el dedo índice, que ya tiene una edad, y para la mierda de sueldo que la pagan, tenga que fregar otra vez tooodos los peldaños, uno por uno, como si no tuviera una nada mejor que hacer, que encima con lo que está lloviendo ahí fuera mira el barro que traen pegado a la suela de los zapatos. Y ella sí que está viva, vivita y coleando, y a la muerta lo mismo le da esperar, que si no han oído en los funerales eso del sueño eterno, y que si tal y cual, y que si blablablá.

Así, poco a poco, mientras oyen la perorata de la portera y el golpeteo de la lluvia en los cristales del portal, el tiempo va pasando y por fin pueden subir a llevarse a la finada.

La abuela

LA ABUELA

Mientras va dando sorbos a su infusión de anís con la taza sujeta entre las manos, Matilde mira con ternura a la nieta, que está sentada en el sofá junto a ella. Ha observado que últimamente anda como ausente, dispersa. Está muy crecida Cecilia, reflexiona la mujer, ya no es aquella niñita que no paraba de parlotear, de preguntarlo todo: que hacia dónde vuelan cada año las dos cigüeñas cuando emprenden el vuelo desde el campanario de la iglesia, que por qué la nieve quema, que si los peces de colores también van al cielo y que si van a una pecera o, una vez muertos, no necesitan estar bajo el agua en el firmamento, «qué lío, abuela».

La ve que está en esa edad de tormentos, en que las emociones se enredan como madejas de lana ¡y lo que cuesta desenredarlas luego! Le preocupa es normal que se extravíe entre anhelos, miedos y sueños, que sea incapaz de articular sus preguntas, de plantear sus dudas, de entender la complejidad de sus emociones y darles salida, dejándolas fluir unas veces, conteniéndolas otras, y de aceptar que las lágrimas restañan las heridas del alma en tantas y tantas ocasiones.

Prefiere, no obstante, respetar sus ritmos, sus momentos. Por eso, ambas continúan en silencio. Matilde absorta en sus pensamientos, anticipando posibles respuestas, equilibrando la información que le irá suministrando, siempre clara y sin rodeos, sin contarlo todo ni ser, tampoco, muy escueta. Y Cecilia mirando la lámpara del techo, repasando en su cabeza ya casi lo tiene la tabla de elementos químicos y sus símbolos para el examen del viernes.

Ida y vuelta

IDA Y VUELTA

Fue un hecho absolutamente insólito que nevara en la isla. Una cosa imprevista e inesperada, algo del todo fuera de lugar: jamás de los jamases, y menos todavía en pleno mes de agosto, un temporal de nieve se había cebado sobre esta zona del mapa, dejando estampas tan atípicas como playas blancas, veraneantes con gorros de lana, botas y bufandas en lugar de viseras y chanclas, estufas en las terrazas.

En los bares, cafeterías y pubs hubo mayor afluencia de clientes: se quedaban más tiempo, consumían más. Y no precisamente chocolate con churros. En aquellos extraños días, se bebía cerveza, licores y vino como si lo regalaran, se continuaba la fiesta en las habitaciones de los hoteles y alguno que otro, borracho hasta las patas, llegó a encaramarse a la barandilla del balcón, con la cosa esa de saltar a la piscina, una tradición bien chula para luego, de vuelta a casa en Manchester, contarla. Afortunadamente un fogonazo de consciencia o ver el agua de abajo con una capa de hielo les hacía recular, bajarse de la balaustrada y seguir bebiendo con la puerta del balcón cerrada.

Hojas de otoño

HOJAS DE OTOÑO

Parece una canción de Miles Davis lo que se oye en el callejón. Suena bien; un transeúnte incluso se detiene —pese al frío helador de esta noche de enero—  al llegar a la esquina. Afina el oído, gira la cabeza buscando de dónde procede la voz y descubre a un tipo, greñudo y andrajoso, acurrucado en el embalaje de un televisor Samsung. A ratos canturrea o bebe de la botella o aspira una calada de humo, y sobrecoge al transeúnte ver la paz que irradia de su semblante al llevarse el cigarro a la boca, chuparlo con fruición, saborearlo como nunca antes había visto.

Se arrellana entre las sombras, hechizado por la melodía de Autumn leaves, hasta que el tarareo se licúa en sollozo al quemarse el pordiosero los dedos con la colilla consumida. Le escucha entonces gemir «my darling, my candy, the lovely thing, my sweet Adeline» y se aleja conmovido, fantaseando con la mujer fatal que desgarró el alma del pobre infeliz, idea más lírica que imaginarle gastando las limosnas en vodka barato en un burdel lúgubre, donde la más vieja y triste de las putas, al despedirle, le prende entre sus labios rojos de carmín un cigarrillo.

 

Game over

GAME OVER 

¡Cómo se le iluminaban los ojos a Nacho cuando le recordaba nuestros piques y nuestros juegos! De niños, nunca se cansaba de jugar conmigo al parchís, confiando en que alguna vez ganaría, cosa que nunca ocurrió. Solo por hacerle rabiar, le distraía con cualquier excusa y cuando no estaba mirando el tablero, le movía sus fichas varias casillas atrás o se las comía, contando intencionadamente mal. Solo le sacaba tres años, pero era muy divertido verle de morros cuando le hacía trampas. Más adelante, también le mangoneé canicas, cromos difíciles de conseguir o algún soldadito que me faltaba en mi colección. Ya más crecidos, sin embargo, empecé a intuir por su mirada pícara cuando jugábamos al póquer que él sabía chetar más y mejor que yo. 

Las tardes que no estaba dormido y me permitían entrar a su habitación, le decía también que pronto volveríamos a echar un pin-pon, a jugar al ajedrez, a dar patadas al balón con los nietos. «En cuanto te den el alta», musitaba, tragándome las lágrimas. En alguna de esas ocasiones me pareció que me sujetaba la mano con la suya huesuda, llena de venas azules, y pugnaba por echar un pulso para luego aflojar y dejarla caer, desmayada, sobre la sábana; y esas veces se me nublaba la mirada al ver cómo el brillo de sus ojos se apagaba.

 

Flechazo

FLECHAZO

Nadie es perfecto y esta noche, sin duda, Cupido el que menos. Ahora mismo está que no sabe dónde meterse, le está cayendo una bronca de primera. Sabía perfectamente que no hacía falta que viniera a la pedida de mano, que su intervención entre Bosco y Lucrecia había culminado con éxito, que la cena a la luz de las velas a base de flores de alcachofa, chupitos de calabacín y lonchas de ibérico estaba yendo como la seda.

Pero quiso ser testigo, por una vez, de tanto amor, disfrutar del trabajo bien hecho y se escondió debajo de la mesa. Y cuando estaba Bosco con una rodilla casi clavada en el suelo, a punto de ponerle el anillo de diamantes a Lucrecia, se dio cuenta de que la oía sin escucharla, que sus dedos entrelazados no le estremecían, que su melena ya no le olía a jazmín ni sus labios le parecían lujuria, volcán, fuego. Y que aunque intentase mirarla ya no la veía, pues sus pupilas se habían albergado para siempre en los ojos color violeta de Melissa, la sommelier, que en ese momento, con las manos temblorosas, derramaba sin querer un poco de champán sobre el mantel.

 

El universo y lo demás

EL UNIVERSO Y LO DEMÁS

Andan abatidas en la casa, están que no levantan cabeza. Con lo estupendamente que lo pasaba la abuela enseñando en el canal de YouTube de la nieta cómo hacer dobladillos, coser cremalleras, enhebrar una aguja a la primera, ¿ahora con qué demonios se va ella a distraer? Y la madre, que ya tenía pensadas las siguientes recetas que iba a compartir una tarta de queso y unas croquetas de atún, huevo y un ingrediente sorpresa, anda arrastrando los pies por la cocina, desganada, que es mirar los fogones, las cazuelas, abrir la puerta del frigo, y no motivarle ni apetecerle hacer, siquiera, una tortilla francesa.

Y todo desde que la Jenny vio una noticia sobre el bosón de Higgs, y quedó impresionada de tal manera que ha decidido dejar el programa que emitía todos los días en YouTube, con sus trucos y consejos de maquillaje, y donde tenían su espacio, cada tarde, la madre y la abuela. Y por más que estas le han insistido, «Jenny, no seas inconsciente, que esto es una cosa segura, que está mu mala la cosa ahí fuera» Jenny lo tiene «clarinete», como dice ella. Así que se ha despedido de sus cuatro millones de suscriptores «chau, majetes, y no olvidarse de limpiarse el ojete» y se ha apuntado en el curso de acceso a la universidad, pues está decidida a convertirse en una científica «que te cagas», según sus propias palabras.

Para pagarse los libros, las fotocopias y ahorrar para la matrícula del año que viene, de momento se apaña haciendo malabares en el semáforo de debajo de casa.

El test

EL TEST

No salen baratos los desayunos healthy y si los consumes en terraza, menos. El jugo de espinacas, apio y manzana, el bol de arándanos y gajos de naranja y la tosta de trigo sarraceno con aceite de oliva virgen extra y semillas de sésamo, diecinueve euros con sesenta. O sea, un billete de veinte, que cobran eso para que dejes en el platillo las dos monedas de vuelta. Y lo malo no es el precio, sino que se levanta una de la mesa como que le falta algo más contundente en el cuerpo. Tampoco llevo bien el no poder fumarme el pitillo de luego.

Pero por el bienestar del futuro bebé, una madre hace lo que sea, aunque menuda sorpresa. Llevaba quince días sin bajarme la regla y al echar las cuentas me cuadraba perfectamente: aquella cena de empresa, las cervezas de antes, el albariño de mientras, las copichuelas de después y el revolcón con Javier, el de reprografía. Y que tenía las tetas como dos ubres, pensaba yo que estarían repletas de leche, pensamientos un poco tontos, porque la leche se fabricará más adelante, cuando el niño esté a punto de nacer, no sé.

El caso es que ayer, haciendo memoria, rebobinando aquella noche de desenfreno, recordé que Javier había sacado un preservativo pero no llegó a empalmarse, que también iba él un poco pedo. Así que esta mañana bajé a la farmacia a comprar una prueba de embarazo, hice el test y dio negativo. Pues mira, mejor, me dije, que con cincuenta no me apetece andar con pañales, tardes de columpios y chats de padres del colegio. Seguramente será la menopausia, que puede darse en torno a los cuarenta y cinco y aunque parece un poco pronto lo miré en Internet y no lo es.

Así que, para celebrarlo, he decidido que voy a darme un homenaje por todo lo alto. Hoy desayunaré unas porras con chocolate, un pincho de tortilla, un café negro con un chorretón de brandy y en cuanto termine veré si me fumo un par de cigarrillos seguidos, un purito de vainilla o le doy candela a mi pipa de madera de cerezo.

 

El regalo

EL REGALO

Podría ser una talla 48 de corsé. O espera, quizá mejor una 46, y así al atar los cordones y ajustarlo bien al cuerpo —abundante en carnes por todos lados—, se consigue ese efecto deseado de los pechos empujando hacia arriba, asomando por el escote risueños y sugerentes, que tanto enloquece a Edward.

Si lo sabrá Hillary bien. Toda una vida juntos, bajo el mismo techo, como para no conocer perfectamente los gustos del marido. Así que, para su setenta y cinco cumpleaños, después de dejar horneando una tarta de manzana y preparar un ponche de huevo, ha bajado a la calle a por el obsequio que tiene en mente. Y tras escarbar en la sección de lencería de unos grandes almacenes nuevos que han abierto en la Sexta Avenida, donde nadie le reprende por desordenar las pilas de bragas, tirar al suelo los culottes de las estanterías y repartir arbitrariamente por toda la tienda las perchas con los picardías que va descartando conforme elige otras cosas, se decide por un tanga animal print y un corsé de látex negro que, bajo su criterio, quedan muy sexi y combinan de maravilla.

Entonces clava sus dedos en el antebrazo de Milenka, la búlgara —o de donde sea— recomendada por una buena amiga y cuyos servicios ha contratado, la lleva hasta el probador y se mete con ella para asegurarse de que todo le ciña bien, para que su figura exuberante le acelere los latidos a Edward, que lleva una semana en cama recuperándose —el pobre— de un segundo infarto al corazón.


Glamur

GLAMUR

Londres, París, Tokyo, New York. En cualquier ciudad que uno pueda pensar ha estado Katrina. Su álbum de fotos está lleno de imágenes suyas posando en sitios increíbles: lo mismo sale desnuda pero con un Rolex de oro en la muñeca en un parque nevado de Oslo que bañándose con una gabardina en la costa de Italia. Son fotos muy artísticas. En otras aparece luciendo joyas valiosísimas en el vestíbulo de un hotel de lujo, posando sobre una roca en una playa de esas con palmeras y arenas blancas con un bikini animal print, tumbada en la cubierta de un yate en el océano Pacífico bebiendo con una pajita de su piña colada…

Desde que algunos años atrás un fotógrafo de una agencia se fijara en ella mientras comía una hamburguesa en un McDonald^s, no ha parado de ir de un lado para otro: miles de sesiones de maquillaje, de peluquería, de flashes, de sonrisas impostadas. Cientos de aviones. De habitaciones de hotel, todas iguales. Y siempre, acompañándola, un vacío en el estómago, una sensación amarga de no saber en qué ciudad despertará mañana, añorando su casa, su sofá, su mantita suave, su gata en el regazo ronroneando, su bol de palomitas frente al televisor, viendo una comedia junto a su madre y su hermana.

Por eso, cada noche, rechaza las invitaciones de los otros modelos para ir al club nocturno más cool de la ciudad. Lo que debe hacer es no gastar, ahorrarlo todo, regresar cuanto antes a casa. Pero al final se ponen tan pesados, insisten tanto, que terminan convenciéndola y va. Y lo bien que se lo pasa ella bailando, y lo ricos que están los cócteles, los margaritas, el champán, y lo cortas que se hacen las fiestas, y lo hermoso que es ver amanecer hasta arriba de éxtasis desde el rascacielos más alto.

Por eso, cuando cada día al despertar se mete unas rayas para poder empezar la jornada, se promete arrepentida que esta será su última resaca.

Duelo

DUELO

Durante el día, una bruma muy densa inunda cada esquina de su dormitorio. Es tan pegajosa y espesa, que sentada en la butaca apenas se entera de quién viene, quién va, lo que le traen para comer en la bandeja, las cosas que le cuentan para distraerla las otras viejas, lo que dicen en esos estúpidos programas de la tele.

Por la noche, cuando por fin la dejan sola y todo queda en silencio, se pone a llover en la habitación, se desconcha el gotelé de las paredes, del techo caen trocitos de yeso desmigado que se enredan en su cabello. Arrebujada bajo la colcha, con el frío agarrado a su piel, a sus articulaciones y huesos, deja pasar las horas en vela, abrazada tiritando a sus piernas, como un feto. Toda su atención se concentra en apretar fuertemente los párpados; no quiere abrirlos, no quiere no verle en la cama de enfrente.

Cuando amanece, la habitación está entera blanca, la escarcha cubre el suelo y una fina capa de hielo se resquebraja bajo sus pies al levantarse. En el espejo del baño ve un rostro borroso, desdibujado, y siente un gran alivio en el pecho al imaginar esa cara diluirse, ese cuerpo encogerse hasta desaparecer. Pero entra entonces la auxiliar y dando los buenos días, cantarina, risueña, espera a que se trague las pastillas azules y en ese momento regresa un día más, la niebla a ocupar su cabeza.

Crianza

CRIANZA

No le gusta a Moncho nada ir a clase, sentarse en el pupitre a extraviarse en el laberinto de las matemáticas, mirar el mapamundi para saber dónde está Ucrania o qué provincias riega el río Guadiana. Del libro obligatorio este curso, La Celestina, sigue sin pasar de la primera página. Y le importa un pepino quiénes fueron los Reyes Católicos o cuál es el pico más alto de España.

Todo eso al muchacho le da igual. Lo que realmente le motiva ahora mismo es crearse una imagen propia, única, inconfundible. Con esa finalidad lleva más de dos horas frente al espejo del baño, dedicado a perfilar su flequillo probando distintos geles fijadores, el color más chulo, peinándolo hacia un lado o el otro, hacia delante o atrás, determinando el largo idóneo y valorando también el asunto de las patillas, el rasurado, la posibilidad de dejarse una perilla, en fin, esas cosas tan importantes. Porque su objetivo es convertirse en TikToker, crear contenidos, ser reconocido, hacerse viral.

Tan abstraído está contemplándose que no ve a sus padres parados en la puerta, mirándole de brazos cruzados. Porque visto que todo son suspensos y que está faltando a clase, y tras una breve tormenta de ideas en el salón de casa, han decidido que, si no quiere estudiar, pues hale, a currar con el padre. De lunes a sábado, en el mercadillo, jornada desde las cinco de la mañana para comprar la fruta en el mayorista hasta las tres y pico o cuatro de la tarde que terminan de recoger el tenderete, todo el rato sin parar, ayudando a descargar cajas y subiendo pedidos a un montón de pisos sin ascensor.

Y tal como imaginaba su madre, «que para eso le he parido», según sus propias palabras, un solo día en el mundo laboral ha sido suficiente para que retome el curso con inusitado interés.