LO EFÍMERO
No
sujetó la mano de Sandra entre las suyas, por más que ella se lo pidió, ni
aspiraron y expiraron juntos, acompasadamente, mientras empujaba. No le apartó
su flequillo pegado a la frente por el sudor, ni le susurró al oído cuánto la
amaba. Tampoco lloró ni moqueó con ella, mejilla con mejilla, juntando sus
lágrimas, ni la llenó de besos cuando la cabecita cubierta de pelo negro de
Nacho empezó a asomar entre sus piernas. No sujetó al recién nacido entre sus
brazos cuando la enfermera se lo ofreció, ni sintió el latido del cuerpecito
tibio, ni olió su piel, ni cortó el cordón umbilical. Tenía las manos ocupadas
y la vista fija en lo que estaba grabando, muy pendiente de que la imagen
quedase bien enfocada.
Mientras
ocurría el milagro de la vida, él lo veía a través de la pequeña pantalla de su
móvil. Porque las cosas importantes, pensaba, hay que conservarlas.
Cuando
salió del paritorio y fue a revisar el vídeo se quedó anonadado: por los
nervios, no había pulsado el botón de «Play» y no había grabado nada.