INCÓGNITAS
Recuerda Ofelia que en sus
tiempos de escuela, allá en el pueblo, no se le daban nada bien las matemáticas.
Nunca fue capaz de saber cuántos caramelos juntaban entre Juan, su prima y la
amiga de la prima, repartidos entre puños y bolsillos. A ella lo que realmente
le interesaba era qué tipo de relación mantenían Juan y esa amiga de la prima:
si era él guapo, si ella de melena rubia, si se miraban a los ojos, se sonreían
y rozaban los dedos al intercambiar la mercancía.
Lo de adivinar el número de
peras que había en un cesto en la frutería si el primer cliente compraba dos
tercios, el segundo se llevaba tres y así hasta que no quedaba ninguna, ¡qué
sabía Ofelia, menudo lío!, así que soltaba una cifra a voleo, no acertaba nunca
y acababa con un cero bien redondo, grande y rojo en la libreta de cuentas.
Con las multiplicaciones y
divisiones de números largos y operaciones complejas se extraviaba, hasta se le
ponían los ojos bizcos. En uno de los ejercicios tenían que averiguar a qué
hora exacta llegaría a Chamartín un tren de viajeros que partía de Cuenca a las
ocho y diez, circulando a una velocidad media de setenta kilómetros por hora.
Entonces Ofelia entornaba los ojos, dejaba vagar su mirada a través de las
ventanas del aula e imaginaba cómo serían aquellos exóticos destinos.
Menudos coscorrones se
llevó por este motivo. A ella, lo que le hubiera gustado saber es si el vagón
era moderno, si los asientos acolchados o de madera, si un joven pasajero,
apuesto y perfumado, se había subido al convoy en Cuenca, si en la estación de
destino le estaría aguardando ilusionada una joven con un vestido blanco de
lino y un clavel en la mano. Le preocupaba que el tren se retrasase por culpa
de un árbol caído sobre las vías y la pobre chica, desairada y haciendo por fin
caso a sus padres ―«es un
muerto de hambre, no te conviene, hija»―, desapareciese para siempre de su vida.
Le vienen estos recuerdos a
la cabeza mientras ayuda al nieto con unas sumas que le han mandado en el
colegio, y siente añoranza por el niño Juan, el de los caramelos, y un poco de
pena por el joven enamorado de Cuenca, todavía cogiendo trenes y buscando a su
amada en aquellos cuadernos de escuela.