LA HABITACIÓN
Iluminan
los primeros relámpagos el cielo, retumban los truenos y, diluidas en ese
estruendo, distingue Emily ―como cada vez que hay tormenta― las risas marchitadas, las voces antiguas del hijo
muerto.
Aguarda
inmóvil en la cama, con los ojos muy abiertos. Ve entonces aterrada al niño
encaramándose a lo alto del armario. Después la caída.
El
golpe seco.
Pero
el muchacho continúa trasteando, ajeno a su desconsuelo, y se pone a dar
volteretas sobre el colchón hasta que tropieza con la mesilla de noche ―siempre fue un poco torpe― y tira el vaso de agua. Al instante Emily, aún
temblorosa, se levanta y recoge con las manos los añicos
del suelo.
A
la luz de los rayos que alumbran las paredes, vigila la sombra del chiquillo
que no para de moverse, de fisgarlo todo, y aguanta despierta hasta que amaina
el temporal y el niño se queda quieto.
Hacia
las siete entra la celadora, ve los cristales rotos y va a buscar recogedor y
escoba. La despertará más tarde ―«pobrecita, por una vez que duerme plácidamente»― para cambiarle el camisón salpicado de sangre. De
los tirabuzones rubios que algunas mañanas descubre en el puño de la anciana,
prefiere guardar silencio.