LIENZO
Por más que rastrilla, siguen arremolinándose
las hojas de roble, arce y haya que el vendaval se obstina en arrastrar del
cuadro a la alfombra del salón. «Llegó el otoño», suspira la mujer. Mientras
quita la hojarasca, evoca las tardes estivales que pasaba de joven ensoñándose
bajo la sombra de estos mismos árboles. La primavera, en cambio, no la añora
demasiado, pues de tantas florecillas que pintó en el paisaje se pasó toda la
infancia estornudando.
Está sacudiendo las cortinas cuando oye el crujido
de una rama a su espalda y, al girarse, descubre un ciervo que mastica
despreocupadamente unos tallos. «Los años no perdonan», resopla al empujar los
cien kilos de animal de vuelta al cuadro. Después, espera sentada en el sofá
hasta verlo desaparecer entre el follaje.
Encuentra entonces unos huevos caídos de un nido ―de codorniz, muy ricos para
mojar pan― y unas setas
que crecen al pie de un tocón. «Conviene hacer
acopio, nunca se sabe», piensa mientras
guarda en los bolsillos todas las avellanas que caben.
Cuando el cielo del dibujo se torna gris azabache,
la anciana recoge en un moño sus canas y frota sus ojos cansados. Pronto la
nieve cubrirá todo de blanco.