EL CUCO
Se imaginaba el
pollito recién salido del huevo que los gusanos que traía en el pico mamá
debían estar deliciosos. Al menos eso le parecía cuando veía al otro pollo del
nido alargar el cuello y atrapar vorazmente todo el condumio. Se estaba poniendo
gordísimo, pero nunca quedaba saciado y lo hacía saber piando como un
energúmeno, exigiendo más y más todo el tiempo. Así que la madre tenía que
emprender varios vuelos al día para satisfacer su apetito.
En menos de una
semana el pobre pollito, que no había logrado echarse al buche ni la triste
pata de un grillo, terminó arrinconado en una esquina donde la madre, cuando
regresaba con más comida, ya ni le veía. Pero él sí que la observaba con sus
ojillos negros hundidos en el amasijo de huesos y plumas en que se había
convertido, y se alegraba un montón cuando ella volvía con un ciempiés o una
lagartija. «Qué menús más ricos», deliraba, cada vez más desfallecido.
Hasta que un día
el otro pollo dio un estirón, ocupó todo el nido y le empujó fuera. Y mientras
caía, y antes de espachurrarse contra unas rocas, soñó con un banquete de
lombrices.