EL REMEDIO
Al
principio no dimos importancia a que el lodo se llevase, junto al resto de
muebles de la planta baja, el álbum de fotos de la Jacinta, una tía abuela de
mamá que ninguno recuerda por qué vivía con nosotros. Bastante teníamos con vaciarlo
todo, quitar el barro y limpiar paredes y suelos. Además todos temíamos su mal
genio cada vez que abría el dichoso álbum, que era cada día. Se exasperaba según
pasaba páginas, señalaba una foto, luego otra, gruñía con desaprobación y
fruncía disgustada la nariz.
Lo
permitíamos, qué remedio, sabiendo que era lo único que le quedaba: sus
recuerdos. Pero desde que desapareció con la riada se dedicaba a insultarnos cuando
pasábamos cerca de ella, exigiendo su álbum con un vozarrón que no sabíamos de
dónde venía, pues llevaba algunos años sin hablar y sin reconocernos.
Pasados
unos días, la vimos tan frágil ovillada en la mecedora del mirador que avisamos
al doctor. Mientras le tomaba la tensión y le miraba la lengua con su
instrumental, le contamos lo del álbum. Al día siguiente regresó con uno de una
tía suya que había viajado por todo el mundo; tenía un montón de ellos y no
notaría que faltaba aquel. Y como quien receta un medicamento se lo entregó a
la Jacinta: una colección encuadernada y plastificada de imágenes de una mujer
bellísima, cada vez con una pamela, un fular al cuello y un vestido distintos,
en un safari en Kenia, en las cataratas Thomson, navegando por un río delante
de unos cocodrilos, cenando dátiles y brindando con champán en una jaima en el
desierto a la luz de unas velas. Siempre riendo, siempre risueña.
Y
funcionó, vaya si funcionó. Desde ese día a la Jacinta se le iluminó el rostro
con una sonrisa que no le conocíamos. Nunca sabrá ese hombre lo balsámico que
fue para la pobre mujer recibir unos recuerdos que jamás, ni en sueños, habría
tenido.